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La alambrada invisible

Lo saben todo: dónde estamos y con quién, en qué gastamos nuestro dinero y dónde nos vamos de vacaciones

Miércoles, 20 de noviembre 2019, 02:01

Las personas necesitan seguridades y vivimos tiempos de incertidumbre. Quién puede objetar que las pensiones no son seguras, como tampoco las calles por las que transitamos, o poner en duda la contaminación del aire que respiramos y la grave degradación del litoral, hasta el punto de que nuestra bella laguna salada es hoy una ciénaga pestilente. Si esta es la realidad exterior, tampoco está seguro nuestro espacio interior.

Las redes sociales han adquirido una gran importancia. Millones de personas las utilizan cada día para compartir noticias y transmitir opiniones. Las sirenas que con su canto cautivador atraían hacia el abismo a los héroes homéricos, tienen ahora un arma más temible que su canto: el Ulises de hoy se encuentra atado al mástil del teléfono móvil. Nuestra intimidad es un espacio de autonomía individual que no admite intromisiones ni injerencias. Alberga un complejo entramado de pulsiones, pensamientos y emociones que, si se proyectan al exterior en retazos incoherentes, la desfiguran.

El INE nos previene ahora de que va a rastrear nuestros movimientos durante ocho días, para conocer nuestros desplazamientos habituales con supuestos fines estadísticos. Ello vuelve a abrir un debate sobre la recopilación de datos personales de los internautas y la gestión y tratamiento de la privacidad que a ellos dan las grandes empresas de internet y las administraciones públicas.

El problema adquirió dimensiones planetarias hace más de seis años, cuando Edward Snowden reveló a la opinión pública mundial, a través de 'The Guardian', inquietantes actividades de servicios de inteligencia de proporciones estremecedoras. Y ello con la valiosa colaboración voluntaria de gigantes de la Red como Apple, Facebook o Google.

Basta con utilizar cualquiera de las ventajas digitales a nuestro alcance, como comprobar la distancia recorrida o las calorías consumidas en una jornada de senderismo, o con modular los colores de una fotografía que acabamos de hacer, para que Google ponga en marcha sus protocolos de acceso, con frecuencias de sensores y transmisión de informaciones que se guardan, clasifican y pueden consultarse en un banco de datos electrónicos. A partir de múltiples fuentes se obtiene ingente cantidad de datos que se ofrecen a la venta a grupos de empresas interesadas en promocionar productos y captar clientes. Con la división de móviles pueden intuir cuándo queremos hacer una fotografía si nos encontramos en parajes panorámicos, o sugerir melodías pausadas si trabajamos en nuestro despacho. Lo saben todo: dónde estamos y con quién, en qué gastamos nuestro dinero y dónde nos vamos de vacaciones. La coartada de que aceptamos servicios gratuitos o de que estas prácticas se orientan a un interés social, está legitimando su aplicación, favorecida por la despreocupación de los usuarios a la hora de leer y comprender las condiciones de uso de esos servicios. Al utilizar estos servicios de plataformas como Gmail, Google Drive o YouTube, dejamos información sensible. Se apropian de nuestros contactos, absorben la información que utilizamos y las descargas, guardan todos los lugares que hemos visitado, las fechas, las veces que accedemos a una página web y lo que hacemos con ella. Y ello sin solicitar ni obtener un consentimiento expreso. Con apoyo en las matemáticas, la psicología cognitiva, la teoría de la decisión y modelos emocionales, se confecciona un gran volumen de datos con los que se construyen perfiles con ideología, gustos, aficiones, convicciones religiosas o preferencias sexuales.

Lo peor de esta perversa cárcel digital es el carácter permanente e indeleble que le brinda la existencia de ordenadores con aptitud para guardar a perpetuidad esos datos y dejar disponible ese material informático para las siguientes generaciones. Lo que en arrebatos coléricos o apasionados llegó a escribirse o expresarse, será como si se hubiera esculpido en bronce. La idea de que permanece hibernada nuestra intimidad, sin derecho al olvido, no puede ser más desalentadora. Estamos atrapados en una invisible alambrada de espinos y no sé si vamos a ser capaces de entender el mundo que hemos creado. No será posible vivir en libertad o comunicarnos y relacionarnos con los demás libremente, si antes no hemos liberado nuestra intimidad de esos fantasmas que la turban y desorientan. Pero estos son los signos de los tiempos por los que resbalamos con grata y feliz inconsciencia. Una divertida idea de modernidad que se manifiesta en la tendencia con la que, bajo pretexto de estar al día, podemos acabar sumergidos en la noche, y en una noche sin sosiego y reposo, repleta de pesadillas.

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