Dice la poetisa Maggie Smith en su novela «Podrías hacer de esto algo bonito» que se imagina la vida, a veces, como una muñeca rusa. ... Una infinita muñeca rusa en la que habitan todos nuestros yoes pasados, todas las personas que en algún momento fuimos, lo que sentimos, lo que soñamos, y que todas ellas nos habitan de igual forma.
Estamos mediados y formados por todos esos pasados, intactos y accesibles, y para acceder a ellos, a aquella configuración anterior en la que sentíamos, sufríamos y gozábamos de modos y por motivos distintos, solo tenemos que hacer algo de memoria.
Prueban en casa. Aquella persona a la que amabas. Aquella película que te emocionó. Aquella decisión inamovible. Aquella convicción por la que habrías perdido la vida. Todas esas cosas que ya no eres siguen vivas dentro de ti, como decía Maggie, como una eterna muñeca rusa de personalidades en distintos tiempos.
¿Y para qué sirve esto? SI es que tiene o necesitamos que tenga alguna utilidad. Podrías pensar como Grafton Tunner, que es lo que ten conecta directamente a esa especie de nostalgia, el porsiemprismo que define en un su último ensayo, o las políticas de la nostalgia de trabajaos anteriores, podríamos pensar que es simplemente una entidad, varias, fantasmales, que nos pertenecen porque somos nosotros mismos y a la que apelan capitalismos emocionales, como diría Mark Fisher, para conectarnos y movilizarnos a nivel ideológico o monetario. Podría ser, pero eso no nos sirve a nosotros, eso les sirve a los malos. A los que nos quieren controlar y disponer para el consumo y la atomización, para convertir esos recuerdos del pasado en bajas pasiones del presente, para radicalizar y dividir.
Me niego a pensar que esas muñecas rusas múltiples que somos no sirvan para algo mejor, para algo positivo, para llegar a algún sitio más limpio, más amable, más humano.
Si pienso en mí pequeña muñeca de hace unos años puede sentir, de forma nítida, a poco que me esfuerce, como sentía en aquel momento. Y si sigo por ese camino tenaz de la emoción, puedo sentir también perfectamente cómo me sentía hacia esas cosas, ideas o personas que me provocaban esas emociones. Y en un último paso de emoción y sentimiento, podría incluso ver a ese objeto provocador de forma clara y persistente. Y entonces ver brotar como el fuego en la hoguera al completo el mundo que rodeaba y enmarcaba a esa muñeca rusa en ese momento exacto.
Esta historia de las muñecas rusas debe servir para eso, para entrenar y comprender la empatía. Para hacerla fuerte y bonita. Y para hacernos menos mezquinos y apañados. Para llegar al otro, para llegar a conectar esa muñeca rusa que vibra en la misma frecuencia que la muñeca rusa oculta del que está enfrente, o lejos, o en cualquier lugar del espacio o del tiempo.
Entender al otro, comprenderlo, serle bueno y fácil, no es si no buscar en tu colección vital de muñecas rusas ese espacio en el que conectas con una capa del otro.
Si miramos desde ahí, si buscamos en nuestros sentimientos pasados todos lo que hemos vivido, sentido, llorado, podremos llegar con cualquier persona a esa vibración exacta en la que eran importante, en la que el respeto y las ganas de ayudar y hacer feliz al que tienes cerca era lo primero en lo que pensabas nada más despertar.
No se trata de ir sonriendo como un tonto (ojalá fuera así de fácil) a todos, lo que digo es que desde nuestra propia experiencia (y para esto, amigos, «hay que vivir», como decía la canción de Joan Bautista Humet).
Hay que vivir para llenar de mulecas rusas, de capas de emociones y gentes, de pasados bonitos o tristes o rugosos, todas esas aristas que llevamos dentro.
Solo así, viviendo, «afinando la guitarra», que decía el gran Alejandro Dolina, podremos tener las armas para que esa empatía sea real, consolidada, sin ambages, sin doblez ni doble sentido.
Entender al otro desde nuestra propia experiencia para que ese sentimiento gobierne cualquier otra aviesa intención, o al menos, para parar dos segundos antes de criticar, juzgar o pensar inequidades sobre cualquiera.
Buscar nuestra muñeca, compararla con la suya, y sin condescendencia ni superioridad, entendernos de una vez por todas.
Desde una de esas muñecas rusas eternas deberíamos hablarnos, buscarnos, querernos, y vibrar juntos.
Tal vez, como dice Maggie, podríamos «hacer de esto algo bonito».
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