«¡Vamos al bar de los zagales!»
Una de las tabernas más antiguas de Murcia encara su primer siglo de historia
Todo comenzó con José Bernal Segado, un bodeguero cartagenero que cruzó el Puerto de la Cadena buscando futuro y acabó formando parte de la sabrosa ... historia de la ciudad. Sabrosa por sus empanadillas y gabardinas, el zarangollo y los michirones o los llamados 'zagalicos', pequeños bocadillos rellenos de cualquier exquisitez imaginable.
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La pequeña bodega, entonces llamada La Sucursal de la Cosechera, se convirtió con el tiempo en un símbolo de lo murciano: sencillo, hospitalario, constante.
El origen del nombre del local es casi legendario. Fueron dos críos, Ramón y Asensio, de 15 y 10 años, quienes se hicieron cargo de la taberna cuando su padre no podía atenderla. Los clientes, entre bromas y afecto, empezaron a llamarlo «el bar de los zagales». El apodo prendió, y ya nadie volvió a recordar el nombre original.
Esa historia encierra algo muy murciano: el cariño por lo familiar, lo cercano. Lo que se transmite de padres a hijos, como el secreto de una receta o el gesto de servir el vino en los vasos de chato de toda la vida del Señor. Cuatro generaciones han regentado tan recomendable ventorrillo, hoy a cargo de las bisnietas del fundador: las hermanas Carmen y Victoria Bastida.
Por Los Zagales han pasado casi cien años de historia y de historias, de gentes cuya posición social se igualaba a pie de barra junto a toneles y tapas con alma de huerta. Y lo mejor es que, pese al paso del tiempo, todo sigue oliendo a autenticidad. No hay decoración de postureo ni modernidad impostada: solo fotografías antiguas, barricas y ese ambiente de charla pausada que ya casi no se encuentra.
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En una época en que los bares nacen y mueren al ritmo de las modas, Los Zagales resiste. Es una rareza hermosa, un trozo de Murcia que se ha negado a olvidar lo que fue.
Ojalá dentro de otros cien años alguien vuelva a escribir sobre esta bodega. Quizá para entonces el vino sea distinto, las calles otras, y las fotografías se conserven, ya no en las remotas vitrinas que ocupan sus paredes, sino en algún chip instalado en el cerebro. Pero estoy seguro de que, al entrar por la puerta del local ubicado en la calle Polo de Medina, antigua del Cabrito, seguirá oliendo a Murcia, a conversación sabrosa e intrascendente, a pasado vivo.
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