El legendario Ave Fénix que habita la sierra de Carrascoy
La Murcia que no vemos ·
Una antigua leyenda sobre la Cueva del Alcotán recuerda la presencia de esta ave mítica en Sangonera la VerdeMurcia, pues eso puede afirmarse sin argüir nacionalismos baratos, siempre fue tierra de espléndidas curiosidades, aparte de principal reino de Europa y ciudad de grandes ... gentes. Por citar dos ejemplos, aquí nació Luis de Torres, el primer occidental que pisó Cuba junto a Colón y que descubrió el tabaco (que a ver qué falta hacía) y el maíz. Sin contar a otro, Diego Pérez, quién según la historiadora Cristina Fontes fue «el primer pintor europeo en América».
Pero eso, como aquí somos de aquella manera, ni siquiera lo valoramos. Como tampoco ya nadie se acuerda de que en este bello rincón del mundo existió, al menos según la leyenda, un auténtico Ave Fénix. Era un pájaro semejante a un águila, que perecía quemándose y renacía de sus propias cenizas.
Tan sorprendente animal habitó, durante tantos siglos que superan a las crónicas, en Carrascoy, en una olvidada cueva de Sangonera la Verde, donde también los antiguos cronistas árabes situaban, en la comarca del Guadalentín, la entrada de los moros en la península, en detrimento del Guadalete.
La leyenda fue recogida por el gran Alberto Sevilla en su obra 'Temas murcianos', si bien ya era conocida entre las gentes del pueblo, de cuyas canteras se extrajeron las piedras de la Catedral y donde residieron, junto con El Palmar, los más expertos canteros que nuestra historia ha dado.
Debemos situarnos en lo más alto de la sierra. Contaba Sevilla que «el mirador de Carrascoy no tiene precio» porque cuando uno se halla allá encaramado «cree que se encuentra en un mundo mejor, más cerca del cielo y más lejos de esta gusanera que nos rodea en las capitales».
Gracias al mismo autor, quien publicó esas líneas en el diario 'El Tiempo' en abril de 1933, podemos recuperar alguna de las antiguas denominaciones populares de tan bellos parajes. Desde la Fuente de la Rápita a la del Rapitejo, nombre que ya recogía Alfonso XI en la obra 'Libro de la Montería' (siglo XIV).
El erudito Sevilla también citaba «los riscos de Peñas Blancas, de las cuevas del Alcotán y del Buitre, la pinada de Los Arejos, el Peñón de la Secreta…». Son todos lugares que los amantes del senderismo bien conocen y disfrutan.
Desde los árabes
En una de sus correrías culturales y gastronómicas por esos parajes, Sevilla se encontró con el viejo tío Mateo, quien le refirió tan sorprendente historia. Era Mateo un anciano que habitaba la sierra de Carrascoy, cazador ocasional (que significa cada vez que tenía ocasión) de conejos y perdices y siempre furtivo. Era el tío Mateo hombre sencillo, gran conocedor de los secretos del monte y sus lugares más ocultos, de boca desdentada, de pipa crepitante, azote de lobos y vaso de vino siempre rebosante, mientras quedara en la garrafa de verde cristal.
El buen anciano le contó a Sevilla la leyenda que hasta hoy palpita, aunque ya olvidada, en el campo de Sangonera. «Fue en tiempo de los moros», comenzó su narración. Existió entonces un alcotán, un pequeño halcón de alas largas, al que nadie podía dar caza por acostumbrar a guarecerse en una cueva alta.
Las gentes de Sangonera, bragadas en sus duros trabajos entre las fincas de Torre Guill y Mayayo, consideraban un reto abatirlo. Aunque nadie lo conseguía. Y pasaron los años y las décadas hasta llegar el olvido.
Cierto día, cuando un pastor andaba en aquellos apriscos, le sobrevino una tempestad. El hombre se refugió en una cueva y encendió un fuego. Ahí comenzó la historia. Al instante, según relató Sevilla que le contó el tío Mateo, «un aletazo del alcotán lo tiró al suelo […] y le azotó la cara, dejándolo pasmaizo». Normal.
Ahora viene lo bueno. «El pajarraco lo miraba con ojos saltones. El plumaje de sus patas y de su cola era de color de fuego, y su entreabierto pico le amenazaba con hacer presa en sus ojos, por haber 'entrao' en su 'guaría'». El pastor, que por nadie pase, solo acertó a exclamar: «¡Jesús, María y José, ampararme contra el demonio malo!». Entonces, como si en Mordor anduviéramos y por si querían ustedes más caldo, el animal se desvaneció.
En el mismo lugar tomó cuerpo «una mujer guapísima, que vestía con mucha majencia y alhajas y requilorios de los tiempos de la Nanita». No crean ustedes que era la Virgen María. Porque hablaba «un lenguaje desconocido, que debió ser el habla de la morisma». O de los elfos de Rivendel. ¡Ay Tolkien, si hubieras vivido en Murcia!
Aquella alma cautiva, mientras el pastor ni pestañeaba, se elevó en la cueva entre un fulgor blanco y desapareció. Contaba el tío Mateo que «flotó en el aire como si el alcotán le hubiera prestado sus alas, llevando a su 'reor' una luz […] que acompañaba el ánima de aquella mujer que, después de su encantamiento, se acercaba a la Gloria».
En Santa Catalina
El viejo Mateo, en cuanto acabó su historia, alzó los ojos al cielo y agarró la escopeta. Tras disparar varios tiros, mirando al célebre murciano, el anciano exclamó: «¡Es el mismo alcotán! ¡El mismo que vuelve a su escondrijo!». Así que, con permiso de la ciencia, en aquella cueva de Sangonera quizá aún habite el último Ave Fénix de la historia.
Por cierto, que en pleno corazón de la urbe, en Santa Catalina, perdura sobre el edificio de la antigua aseguradora La Unión y el Fénix, luego propiedad de José Fuentes, quien donó la señora en bronce sentada en la fuente de la plaza de Las Flores, una escultura que recuerda tan mitológico pájaro. Pero esa es otra historia. Tan suculenta como las marineras que se sirven en el bar del mismo nombre y en el mismo inmueble. Suelen, como el Ave Fénix, desaparecer en segundos.
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