La increíble historia de la bruja Antonia 'La Pendona' (I)
La Inquisición redactó cientos de folios con los prodigios de esta afamada murciana del siglo XVIII
Podía invocar huracanes, engatusar a deseados amantes, hallar tesoros o hacerlos aparecer, convocar al diablo y hasta lograr que levitaran velas encendidas. Ella se definía, ... como consta en su proceso inquisitorial, como «una gran puta». De ahí, quizá, sus apodos: 'La Pendón' o 'La Pendona'. En realidad, se llamaba Antonia Monedero. El Archivo Histórico Nacional (AHN) atesora las actas de los varios procesos seguidos contra ella por el Santo Oficio. Prueban cómo se convirtió en una célebre hechicera en la España del siglo XVIII.
Según su propia confesión, era hija de un abogado al que no conoció y de una caravaqueña. Nació en Murcia y fue bautizada en San Nicolás. En 1745, en uno de sus varios procesos, testificó no saber «la edad cierta que tenía, aunque le parecía serían sesenta y seis años».
Siendo niña, su familia podía permitirse ir a Madrid a ver los toros. Allí conoció a su coetáneo el príncipe Darmstadt, anduvo con él por Nápoles, se casó más tarde con un maltratador a quien el cardenal Belluga logró encarcelar, tuvo dos hijas con un cura murciano y otro madrileño.
Y degenerando, pasó de gran señora a prostituta, alcahueta y hechicera. Ya era eso y más cuando retornó a Murcia en torno a 1726. Enseguida fue denunciada por preparar pócimas curativas. La condenaron por bruja a destierro permanente y quedó confinada en la localidad valenciana de San Felipe.
Más tarde, pidió ser perdonada, pues allí sufría «la mayor estrechez, tanto que se ve obligada mendigar». Le concedieron la libertad, con la condición de que no volviera a Murcia. Y fue lo primero que hizo.
Su historia se retoma un 14 de julio de 1733, cuando varios frailes del convento de Santo Domingo denunciaron ante el Santo Oficio que había hechizado a un inquisidor, Matías Blanco. El hombre era un puro escombro, la verdad. Tenía medio lado paralizado. A veces, alelado, señalaba confundido al aire. Otras quedaba apopléjico y no reaccionaba «ni aplicándole a los pies ladrillos encendidos». Hasta le apestaba el agua. Un poema. El médico Juan Jiménez diagnóstico la dolencia: un maleficio.
Otro testigo aseguró que Antonia se vengó de los jueces que la habían condenado: «Bien me lo han pagado, pues a un inquisidor ya le he muerto y a otro lo tengo compuesto». Cierto era que dos habían fallecido. Tanto como que Blanco parecía seguir idéntico camino. Un franciscano, de nombre Salvador Serón, aconsejó, entre otros, que le pidieran a 'La Pendona' deshacer el entuerto.
La supuesta bruja malvivía en una casa de las Ericas de Belchí, en el barrio de San Antolín. Aunque esquiva y con reparos, accedió a curar al enfermo. Y aclaró que ella no lo había maldecido. El culpable era un dominico de nombre Francisco.
El fraile le exigió, so pena de matarla, que lograra con sus artes oscuras que dos inquisidores «le tuvieran cariño [al fraile] y no advirtieran lo que hacía contra su honra».
El monje le entregó «una piedra imán» que había tenido debajo del altar durante tres misas. Con ella, 'La Pendona' hechizó unos melones que les enviaron a sus víctimas. También unas conservas. El único ingrediente que trascendió en el juicio fueron «pelos de las partes más ocultas» del fraile y una cómplice. Los dos ministros del Santo Oficio murieron, vaya usted a saber la razón.
Antonia, tras contar esta historia, accedió a curar al inquisidor Blanco con una pócima. Debían echarse dos cucharillas «en un vaso de medio cuartillo» y añadir agua de hinojo. Pero el enfermo era reticente a tomarse esa evidente asquerosidad.
'La Pendón' insistió: «Morirá. Está hechizado hasta los tuétanos». Entonces, mojaron una miga de pan en el brebaje y se la dieron a un perro. No pasó nada, claro. Y se lo administraron al hombre. Veinte días después tampoco «resultó mal ni bien alguno» para él.
Y vuelta a buscar a 'La Pendona', quien entonces les entregó un ungüento. Contenía otro vomitivo ingrediente: los excrementos de Blanco. Se lo untaron al pobre en «los pulsos, sangrías de ambos brazos y en el hoyo de la garganta». El tiempo pasaba sin novedad. Antonia perjuró que el Día de la Asunción verían «en dicho señor una gran novedad».
¡Vaya que si la vieron! Blanco se puso «tan furioso que quería despedazar a todos los asistentes, y con los ojos se los quería comer». Sin contar las blasfemias. Antonia desapareció. Al final, aburridos, la citaron en casa del hechizado con el pretexto de regalarle «un poco de chocolate» y la recluyeron por ver si, de una vez por todas, curaba al desgraciado. No lo hizo.
De las actas trasciende que el ritual para maldecir incluía la colocación de «un cordel con unos clavos en una escalera», de forma que el infortunado los pisara al subir o bajar. Blanco, concluyeron, pisó con el pie izquierdo. De haberlo hecho con el derecho, «se hubiera quedado muerto en la escalera».
'La Pendona', que también era muy imprudente, desató su lengua ante el tribunal y citó a muchos vecinos de la capital que practicaban o se valían de la brujería. La lista no tiene desperdicio: desde clérigos y párrocos, a nobles y gentes del común. No dejó títere sin cabeza.
La Inquisición volvió a condenarla y la expulsó del Reino. Reapareció en 1745. Andaba entonces por Madrid, de nuevo dándoselas de hechicera. Pero en esta ocasión sí que muchos se quedarían boquiabiertos durante el último juicio al que fue sometida. Ordenaron su reclusión en Murcia. Y esta vez sería para siempre.
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