Asalto. Grabado que muestra la bahía durante las maniobras del primer asedio, en 1727.
La Murcia que no vemos

El estadista murciano que reconquistó Menorca

El conde de Floridablanca, sin embargo, fracasó en su intento de que Gibraltar volviera a ser español

Domingo, 5 de octubre 2025, 07:45

Gibraltar ha sido, a lo largo de los siglos, mucho más que una roca inexpugnable en la boca del Mediterráneo. Ha sido símbolo de orgullo, ... obsesión geopolítica y también, como bien advirtió José Moñino, nuestro murciano conde de Floridablanca, un hervidero de contrabando de tabaco. El político lo denunció con claridad hace más de dos siglos, aunque para él los alijos eran una anécdota frente a la verdadera cuestión: la recuperación de aquella plaza arrebatada en Utrecht y convertida en herida abierta del honor español.

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Cuando en 1777 Carlos III lo elevó al cargo de primer secretario de Estado, Floridablanca quedó en el centro de las grandes decisiones internacionales. La política exterior de la monarquía pasaba por sus manos, y en su escritorio resonaba siempre un desafío: Gibraltar.

Apenas dos años después de su nombramiento estalló el episodio que marcaría la memoria colectiva: el Gran Asedio de 1779. Durante cuatro años, la Roca soportó un cerco de hierro. El bloqueo naval español se prolongó sin descanso, los cañones tronaron noche y día, y se desplegaron incluso las célebres baterías flotantes, ingenios bélicos que prometían revolucionar la artillería marina pero que terminaron hundiéndose en la decepción. El precio humano fue terrible: cerca de un millar de gibraltareños perecieron, mientras las filas españolas sumaban más de seis mil muertos sin alcanzar el objetivo. El Peñón, imperturbable, resistía.

El diario 'La Paz de Murcia' aludía en 1869 a la posible recuperación de la plaza.

En paralelo a los cañones, se movían las cartas y los pliegos diplomáticos. Londres, atenazado por la Guerra de Independencia de Estados Unidos, tanteaba a España. Floridablanca, que veía cómo la alianza con Francia se enfriaba, aconsejó ofrecer a Inglaterra una amistad prudente, pero siempre supeditada a la restitución de Gibraltar.

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Mucho por nada

Otros cronistas sostienen que fue el propio Lord North, primer ministro británico, quien alentó los contactos. Sea como fuere, las condiciones inglesas parecían una burla: entregar Puerto Rico, la fortaleza de Omoa en Honduras, un puerto en Orán, comprar el arsenal de Gibraltar, pagar dos millones de libras y, además, romper toda relación con Francia y con los americanos. Para colmo, advertían que la cesión del Peñón no se ejecutaría hasta el final de la insurrección en las colonias. Era pedirlo todo a cambio de nada.

España volvió entonces a la vía de las armas. En 1782, doce colosales baterías flotantes, con cinco mil hombres y 142 cañones, se lanzaron contra la Roca. El plan fracasó con estrépito: los barcos, mal diseñados, ardieron y se hundieron bajo el fuego británico. Sin embargo, la alianza con Francia seguía viva, y el temor a una ofensiva conjunta sobre Jamaica empujó a Inglaterra a negociar de nuevo. Aquellos diálogos desembocaron en la Paz de Versalles de 1783: España recuperó Menorca y Florida, logros nada desdeñables, aunque el viejo anhelo de Gibraltar quedaba nuevamente pospuesto.

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Retrato del murciano conde de Floridablanca.

Menorca se convertiría en pieza fundamental de aquella partida de ajedrez. Floridablanca estaba convencido de que el fracaso del Gran Asedio se debía, en parte, al constante flujo de víveres y pertrechos que partían de Mahón rumbo a Gibraltar. «Quitarle a la plaza ese recurso», escribió, «es privarla de su más fiel sostén». Tenía razón: la reconquista de Menorca en 1782, facilitada por la complicidad de buena parte de la población local, fue rápida y eficaz. Y aunque la isla no quedaría definitivamente unida a la Corona hasta 1802, la operación devolvió al ministro cierta sensación de justicia reparada.

Pero Gibraltar seguía siendo la espina clavada. Ni el tiempo ni los éxitos parciales mitigaron en Floridablanca su obsesión. En 1787 redactó una extensa 'Instrucción reservada' para la recién creada Junta de Estado, un monumental documento con casi cuatrocientas cuestiones de gobierno. Allí dejó escrito, sin ambages, que las únicas conquistas europeas que interesaban a España eran Portugal, en caso de vacante dinástica, y Gibraltar. Propuso varias vías: comprar el Peñón, permutarlo por Orán, ofrecer tratados comerciales ventajosos o prometer neutralidad en futuros conflictos.

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Y, como si intuyera que la diplomacia podría tardar generaciones, dejó constancia de una idea casi novelesca: la excavación de un túnel que, de proseguir bajo la roca, pudiera desembocar en pleno corazón de la plaza. Era la metáfora perfecta de su empeño: una lucha soterrada, paciente, subterránea, hecha de constancia, astucia y recursos, en la que nunca renunció a la esperanza de ver ondear de nuevo nuestra bandera.

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