El cartagenero Rafael Martínez Illescas, el último caballero de España en América
En el ocaso de un imperio, en plena guerra hispano-estadounidense de 1898, un cartagenero montó a caballo y cargó contra el olvido. Esta es ... la historia de Rafael Martínez Illescas, héroe ignorado, alma del honor perdido, que murió con la espada en alto en los campos de Puerto Rico.
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No quiero dejar pasar esta fecha sin alzar la voz. Este 9 de agosto de 2025 se cumplen 127 años desde aquel último gesto de dignidad que selló con sangre Rafael Martínez Illescas en Coamo. Y, sin embargo, el silencio sigue envolviendo su memoria. Por eso, una vez más, insisto: esta historia no puede seguir siendo ignorada. Me resisto al olvido. Me niego a aceptar que su gesta se diluya entre fechas vacías o mármoles polvorientos. Cartagena -la ciudad que lo vio nacer y que lo envió al otro lado del Atlántico- le debe un homenaje real, solemne, a este hijo suyo. A ese último caballero de España que murió con la frente alta y la espada en la mano. Que su nombre no se apague. No mientras quede alguien que lo pronuncie con respeto.
Como si lo hubiera escrito el propio Kipling, la historia de Rafael Martínez Illescas no es solo la de un militar. Es la de un hombre que, en medio de la decadencia de un imperio, decidió morir con el gesto de los antiguos. Su nombre, hoy apenas susurrado en una calle secundaria y una tumba abandonada de Cartagena, debería estar escrito en mármol. Fue un Quijote del siglo XIX, pero sin molino: su enemigo tenía bandera de barras y estrellas, artillería moderna y una prensa que ya narraba los tiempos que vendrían.
Nació en Cartagena el 7 de marzo de 1854, en el seno de una familia con las armas tatuadas en la sangre. Su padre fue general de la Marina, su tío contralmirante, sus hermanos también militares. Tres de ellos -incluido Rafael- murieron en los tres frentes del desastre del 98: Cuba, Filipinas y Puerto Rico. En esa última isla, Rafael dejó su vida y su leyenda, no fue como salvar al soldado Ryan.
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Illescas era comandante del Batallón de Cazadores Patria nº 25, destinado en Ponce cuando los americanos desembarcaron. El general Wilson avanzaba con tropas del 16º de Pensilvania hacia el interior, hacia Coamo. Allí, en una villa rodeada de montañas y cafetales, Illescas se atrincheró como si defendiera los muros de Numancia.
Tenía 350 hombres mal armados, sin apoyo ni esperanza. Al saber que podía ser rodeado, intentó evitar la trampa. Mandó a una de sus compañías a cubrir la retaguardia. Pero el enemigo era demasiado numeroso. La artillería americana machacó sus posiciones. Lo que ocurrió después es materia de epopeya.
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Montado en su caballo, con la espada desenvainada, Martínez Illescas ordenó a su segundo que se rindiera cuando él cayera. Luego, cabalgó solo hacia las líneas enemigas. Una descarga cerrada lo derribó sobre el camino. Su cuerpo quedó arrastrado por el estribo. El capitán Frutos López corrió a socorrerlo y cayó también muerto. Eran las 9.15 de la mañana del 9 de agosto de 1898. El combate de Coamo duró apenas dos horas. El Imperio duró cuatro siglos. Con Illescas cayó su último oficial en América.
La carta de Wilson
El general Wilson, conmovido, escribió a la viuda: «Su muerte fue la de un héroe, señora... Su esposo, hasta en su manera de caer, demostró que era el tipo de legendario soldado ideal».
El gesto no fue solo teatral. El cadáver del comandante fue conducido en un carro de la Cruz Roja hasta Ponce. Allí, su mujer e hijas lo recibieron entre sollozos. La escena tiene la textura de una pintura de historia: el féretro, los uniformes, las lágrimas, la carta manuscrita. En ella, un enemigo rendía tributo al valor de un hombre que, literalmente, había preferido morir antes que rendirse.
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Pero España, a diferencia de Wilson, no rindió homenaje. No hubo medallas. Ni una condecoración póstuma. La Hoja de Servicios se limitó a anotar su defunción. Fue el olvido más ignominioso para quien había cumplido, con exceso, el deber que le impusieron.
En 1915, diecisiete años después, su cadáver fue repatriado a Cartagena por iniciativa del alcalde. La ciudad lo recibió con honores. Su féretro fue cubierto con la bandera nacional y el manto de la Cofradía de Jesús Nazareno. Una banda militar interpretó 'La muerte del Héroe', compuesta para él. El poeta Antonio Sintas escribió unos versos que decían: «¡Gloria al bravo militar! / ¡Gloria al gran cartagenero! / Y al mártir; y al caballero. / Y al español ejemplar...».
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Pero era ya tarde. Su familia había pasado hambre. Su viuda había sido olvidada. Su apellido, como advirtió un periodista del 'New York Herald', se volvió ilustre solo por su muerte. España, escribió, sería ingrata si lo olvidaba. Y lo fue.
¿Fue su carga un acto glorioso o una locura inútil? Esa es una pregunta contemporánea. En 1898, el deber era una religión. Illescas murió creyendo que su sacrificio salvaría el honor de su patria. Tal vez supiera que no cambiaría nada, pero prefirió el silencio eterno al eco de la humillación.
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Pero los héroes no mueren mientras alguien los recuerde. Y en algún rincón de la historia, cabalga todavía un comandante cartagenero que eligió morir como se mueren los hombres libres: de frente, con la espada en la mano.
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