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Canto a murcia

Vivimos en la gran ciudad que no sabe que lo es, pensando ser la aldea rural que nunca fue

Miércoles, 25 de abril 2018, 09:23

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A veces creemos que las ciudades son los edificios que las componen. Cuando en 1977 el terremoto de Vrancea permitía a Ceaucescu liquidar la bella Bucarest bajo la piqueta para dar lugar a su mastodóntico Palacio del Pueblo, la Murcia barroca había sido ya dinamitada años antes por un alcalde franquista para posibilitar esa Quinta Avenida de salón que resultó ser la Gran Vía. Aquella ciudad ya no debe ser llorada. Ahora tenemos esta de mala arquitectura de los años 70 profusamete enladrillada entre barandillas metálicas con entramado omeya. Sobre el dibujo del califato creció y se derribó una urbe que quiso luego ser la irregular perla barroca que, a su vez, derribaron para ser lo que hoy tenemos. Si lloramos porque hemos perdido los palacios señoriales, las lágrimas no nos dejarán ver los bloques de apartamentos. Tampoco hay que culpar de todo a nuestros abuelos, yo he visto caer el Club Remo y levantarse esa abominación de madera que destrozó la plaza de Santa Eulalia, el museo de la nada o, desde la perspectiva del arquitecto, el museo de sí mismo. Amanece y el sol se levanta sobre La Condomina a 20 grados cumpliendo la promesa de septiembres cálidos. Estamos en Murcia.

Habitamos adarves y callejuelas frescas en verano y protegidas en invierno. Las avenidas son para los desfiles, para que las tropas ocupen el París de 1871, las callejuelas para las procesiones. Arterias que propician una vida de dentro hacia fuera en barecitos que crecen por este casco viejo/nuevo como la hiedra con verdes letreros del manantial de Espinardo. Mis hijos juegan en el callejón del bolo y una vecina fuma en la ventana oculta entre geranios que la hacen parecer a la estanquera de Amarcord. Cuando vuelves de otro sitio Murcia parece chata, cuando la vas andando te das cuenta de que de donde vienes las cosas son a la medida de la ciudad y no de sus habitantes. Quieres visitar Toledo, comprar en Barcelona y vender en Madrid, pero quieres vivir en Murcia. Son las 8 de la mañana de un día de noviembre y la gente recorre la Trapería abrigada y toma café en Drexco para ver y que los vean como siempre se hizo en las peceras del Casino. Lo que en otro tiempo me pareció un defecto me resulta una característica de esa suma de cosas que somos. Hicimos las casas moras hacia dentro para conjurar la envidia y luego les pusimos fachadas barrocas para que nadie fuera más que nosotros. La rigurosamente cumplida contradicción de los murcianos es lo que nos hace tan únicos y pide a gritos que alguien nos dé un guantazo por tolerantes de más y un beso por resistentes heróicos. Han dado ya las 10 de una mañana de diciembre y seguimos haciendo papeles en los bancos.

En un ático de la Trapería mi amiga María José cuida de su nieta. La ventana se abre a las azoteas abigarradas. Podríamos estar en Amman. La habitación silenciosa parece proyectar luz sobre el casino y la belleza del momento se hace frágil cuando el sol tiñe de naranja las medianeras blancas de los anárquicos edificios. Hay algo terso en ese momento en el que el olor a bebé, el más delicado y penetrante del mundo, marca el recuerdo, la extraña experiencia estética de esta ciudad que, en su cúmulo de despropósitos, se hace bellísima en el total. La ciudad es el caserío con la gente dentro. Son las 5 de la tarde en un día de enero. Es una hora bruja de luz perfecta en la que algo siempre me dice que de los minaretes saldrán los almuédanos a llamar a la oración.

En ese devenir lento, el tiempo se hace líquido y se sincroniza con el río en esta esquina del Mediterráneo y del continente. Vivimos en la gran ciudad que no sabe que lo es pensando ser la aldea rural que nunca fue. Es domingo a la una del mediodía, mediados de abril. En Las Jarras sirven reclutas y en San Juan trasladan los pasos en procesión mientras otra maratón bloquea el centro de esta Murcia católico-deportiva. Es el sábado pasado y dan las 8.

La vida aquí crece imparable y exuberante, brillante y plácida. Necesita de la luz fuerte, casi demasiado fuerte, y necesitamos transitar las callejuelas de los barrios para ser lo que somos: una parte de una especie de gran organismo que es esta ciudad insuperada en sus destrozos y logros. La percepción sensorial completa, llena de altos y bajos, de olores y sabores, de proyecciones e introspecciones. Paseando nos dan las 10 de la noche de un día de julio cuando desembocamos como si del Ebro se tratase en la plaza Belluga para encarar el espacio de la gente al que se asoman los poderes municipal, episcopal y catedralicio. Estamos en la ciudad que, teniendo solo un milenio, parece que tenga tres. En esta plaza confluyen todos los modos y formas de ser y de pensar de todas las historias europeas y africanas. El calor afloja y se puede entonces afrontar esa meseta adoquinada grandiosa que nos recibe entre globos y conversaciones de terraza: es irregular, bellísima y mal programada, llena de santos y funcionarios, de buscavidas y notarios, de mendigos y niños con monopatín. Comprendo que esa plaza es Murcia, que no es mi ciudad sino mi hábitat y pienso que siempre viviré aquí.

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