Achuchar a mi sobrina Lola
Ayer nació mi sobrina Lola. Pasará tiempo hasta que pueda achucharla, aunque viva a diez minutos de mi casa. Me sorprende darme cuenta de que necesito hacerlo, mientras trato de frenar la impaciencia de mi hija por conocer a su prima. Lola nació en el Hospital Santa Lucía el mismo día y en el mismo lugar en que dieron el alta a José, mi compañero de trabajo, que presentó síntomas de Covid-19 el sábado anterior al estado de alarma.
'Quédate en casa' no es solo un hashtag; es una consigna que salva vidas. Es la única forma de conseguirlo que está en la mano de quienes no somos médicos. Cuando José presentó síntomas, yo misma llevaba más de una semana suspendiendo eventos deportivos y pidiendo a los mayores que dejaran de reunirse. La responsabilidad y la coherencia me confinaban 14 días en casa. Una no puede predicar el aislamiento si, al mismo tiempo, comete la imprudencia de romperlo. No entiendo una exhibición de incumplimientos como la que ha hecho Pablo Iglesias. La presidenta Ayuso y la canciller Merkel se han quedado en casa y su gestión no está siendo precisamente peor por eso.
Al principio resulta extraño y engorroso funcionar a distancia, pero se puede hacer. He celebrado reuniones, juntas de portavoces, incluso una Junta de Gobierno por internet. Somos afortunados quienes llevamos el despacho en el teléfono. Tenemos la suerte de trabajar y podemos hacerlo sin exponernos en esa primera línea de lucha contra el contagio, la línea en la que están los cuidadores de mi compañero infectado.
José, mi colaborador, dio positivo y siete días después confirmamos el de otra compañera. Su estado de salud y el de sus familias han sido una preocupación diaria para todos nosotros.
Yo he seguido trabajando con el orgullo de dirigir un equipo de profesionales que forman la primera línea de batalla. Junto a sanitarios, policías, personal de limpieza y vendedores, los servicios sociales municipales están en la primera línea porque siempre han estado allí. Mientras escribo esto, un centenar de ellos atiende llamadas y organiza envíos de alimentos; protegen del virus a personas sin techo y llaman a mayores para hacerles compañía. El grupo de WhatsApp que comparto con ellos es el primero que se activa cada mañana y el último que se apaga cada noche.
Hace dos semanas diseñamos ese operativo. La anticipación nos permite responder con más rapidez que otros, pero no rebaja nuestra preocupación. Junto a la famosa curva del contagio crece otra de desempleo y problemas, muy difícil de aplanar. Pero pienso en mi sobrina Lola y sé que esto va a pasar. Por el camino se irán empleos y ahorros: habrá que llorar como merecen a quienes se fueron sin un abrazo; pero esto lo solucionamos entre todos.
El miércoles me dormí tarde pensando en achuchar a mi sobrina Lola y el jueves hablé temprano con mi colaborador contagiado. Había dormido siete horas seguidas por primera vez en dos semanas. Y lo había hecho, por fin, en la cama de su casa.