El último espectador
Era un artista. Un artista situacionista. Un clásico con mirada nueva. Buscaba, por lo tanto, romper. Rasgar la realidad con actitudes y obras que influyeran ... en su propia vida. Trabajaba con su ser como materia. Explicar el mundo desde su visión. Y transformarlo. Dar ejemplo. Mover las sillas a los apoltronados. Buscar una salida. Performar.
La vida va más rápido que nosotros. A una velocidad que ni siquiera tiene paralelismo en la escala humana. Los quince minutos de fama de Warhol se han convertido en una vida continua de exposición y ni siquiera sabemos dónde empieza el arte, acaba el espectáculo y lindamos con la mera exposición obscena, o persistente al menos.
El artista buscaba el tirabuzón. Pero ya todos los tirabuzones parecen haber sido hechos. Y un artista situacionista no puede no impactar, no alterar, no conseguir una mirada de incredulidad y sorpresa. ¿Qué tipo de artista sería ese, se preguntaba?
Así que, tras bienales y exposiciones, tras desilusiones y aplausos vacíos, encontró una pequeña senda. Una luz tenue, sin brillo, pero tal vez lo suficientemente persistente para recorrer un trecho del camino.
Así que un día, el artista situacionista, transitó un espacio nuevo, de forma absolutamente irónica y creativa, como parte de su puesta en escena, de su dominio del lenguaje y la sintaxis del arte, salió del circuito y de forma perfomativa se apuntó a acabar magisterio.
Fue a sus clases, se vistió de estudiante y una tras otra, sin que la gente apenas se diera cuenta, su obra artística fue consiguiendo aprobar las asignaturas y sumar créditos año tras año.
Con un público exigente pero que no era consciente de lo que veía, realizó las prácticas en un colegio de la Flota, los niños asumieron como propia la acción reivindicativa y artística de nuestro amigo creador y fueron parte sin querer de una nueva forma conceptualque sin necesitar de ellos, los había hecho cómplices.
Y así, lejos del circuito del arte encontró nuestro protagonista la forma más pura de crear su obra. Se sacó el título como una auténtica decisión creacional, sin una necesidad de público objetivo, pues la propia acción exigía de una presencia no activa ante el happening, que, alargado en el tiempo, le estaba ocupan ya más de cuatro años.
Otras pequeñas líneas de guion fueron dando pie a performances más profundas, como las que realizaba los sábados en el Íberos, toda una actuación milimétrica de exposición pública-irónica sobre el típico chaval de Murcia que pasa las noches tomando quintos en plazas, con perspectiva artística, claro.
Y así, fue cruzando fronteras hasta entender que la única respuesta artística posible ante un mundo atomizado y desecho, ante esa multitud de soledades que decía Eric Sadin, antes ese realismo capitalista de Mark Fisher, ante toda esa batalla perdida, era únicamente la gran performance de una familia. Esa era una respuesta creativa posible. Así que se casó y fue padre por decisión artística. El gran happening. Hasta tomar la decisión poderosa y genial de continuar así durante unos años, reificando su propia existencia en obra de arte subversiva y posmoderna. Llegando donde nunca nadie había llegado, encontró trabajo, casa y descendencia. Performativa, claro.
Ya solo quedaba un paso. Un último salto que lo desligara por completo de cualquier forma de arte antes vista, porque sin duda su juego era arriesgado, pero no dejaba de ser una prueba a la vista de todos, un sucio guion con el que mirar desde un ángulo nuevo las relaciones, la sociedad y la paternidad, haciendo de su crítica una realidad palpable y con apellidos, dientes de leche y matrícula en infantil.
Fue así como pensó en su último salto mortal. Un paso al vacío con lo ojos vendados. Tras años de creación y exposición pública, nuestro artista encontró el último resquicio de la posmodernidad que quedaba por explorar, vio la brecha, metió en ella la dinamito e hizo todo volar por los aires.
Nuestro artista se convirtió en espectador.
El último espectador.
En un mundo de emisores, donde todos se han convertido en escaparates públicos y recreaciones propias, donde hemos devenido, como decía Boris Groys, obras de arte, nuestro querido amigo vio la luz al final del túnel, apagó los emisores y se dedicó, simplemente, a escuchar y mirar.
A no contar.
A no producir.
Y dio la vuelta al paradigma de la genialidad del artista elegido, convirtiéndose, desde ahora y para siempre, en el último espectador del mundo.
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