Juanchi López

Los toros y los antitaurinos

Sábado, 21 de septiembre 2024, 08:22

Descubrí la tauromaquia en un cuarto de París. Antes de eso, había pasado por todas las fases posibles. En la infancia, jugaba con una toalla ... enrollada en una baqueta a dar muletazos a un toro imaginario. Sería torero y las mejores tardes de mi vida transcurrirían en el coso de Sutullena, a escasos metros de donde nací. En la Universidad, me cambié a la trinchera de en frente. Repudié los toros por su brutalidad. Consideraba la fiesta una excusa moral donde la gente se reúne a vandalizarse el alma. El ser humano moderno no podía acudir al ruedo. Aquello significaba una tradición anquilosada, más cercana a las cavernas que a lo que yo aspiraba a ser.

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Tuve que alejarme de todo lo que me rodeaba, de lo que yo era. En París pasaba largos momentos de soledad. Echaba de menos este lugar del mundo en el que me conocen por mi nombre, en el que las calles responden a una paisaje familiar, las alamedas, el castillo, al estación y la plaza de toros. Una pregunta me acosaba en la conciencia. Los toros eran una linea roja que no sobrepasar, pero, ¿por qué la tauromaquia ha fascinado a tanta gente que admiro, primeras voces de la cultura y de la historia?

Fue una pregunta arrojada que no pude eludir más. Pensé en Picasso, que para retratar lo más crudo de la guerra se sirvió del toro y su agonía. En García Lorca, quien escribió la mejor elegía posible para un torero, epitafio de todos los dolores en la plaza. En Ortega y Gasset, que construyó su «razón vital» a partir de la figura del toro. En Camarón, Morente y tantos cantaores flamencos a los que acudía para curarme la nostalgia española. En Pedro Almodovar, cuyo cine aprendí también a valorar lejos del hogar.

Pensé en Picasso, que para retratar lo más crudo de la guerra se sirvió del toro y su agonía. En García Lorca, quien escribió la mejor elegía posible para un torero, epitafio de todos los dolores en la plaza

Todos esos ejemplos de cultura no podían estar equivocados. Hice el esfuerzo de desquitarme de los mis prejuicios. Leí y escuché. Visualicé corridas pasadas. Primero me atrajo la historia, la leyenda de los toreros muertos, la arquitectura de las plazas, el ritual desde que el torero pisa la arena hasta que el toro es recogido por los mulilleros. Descubrí Juan Belmonte, matador de toros, uno de los mejores libros que se han escrito en la España del siglo XX y a través de Chaves Nogales me fui desprendiendo de mi odio, de mis reticencias, de lo que creía un pilar básico en mi vida. Fue el momento en el que acepté que los toros serían una posibilidad estética, un mal menor de nuestra sociedad, tolerable, pero de la que no participaría. Hasta que fui a una corrida en la Condomina, junto a mi tío Ramón, y me desprendí de todo el peso que llevaba a rastras.

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La experiencia parisina fue definitiva, pero mi pasión por la tauromaquia la he cultivado fuera de la plaza. Los toros han llegado a mí a través de otras artes que se han acercado al duelo taurino con brillantez. Ante la difícil pregunta de por qué me apasionan los toros, respondo siempre con la idea de fugacidad que postuló Baudelaire. Para el poeta francés, el verdadero arte es efímero. Está en la calle. Sucede de repente, como un suspiro, y el poeta moderno lo observa y apenas lo retiene en su memoria. Ese es el sistema artístico que lleva a la tauromaquia a seducir a buena parte de la sociedad. El toreo es inmediatez. Sucede en un instante: un muletazo, un estoque, una verónica. Un segundo de despiste se cobra con la muerte. La vida en el ruedo se disputa en pequeños fragmentos de fugacidad. Por eso en la plaza conviven la emoción y el desengaño. Por eso el torero puede ser un héroe y un exiliado en una misma tarde.

La dura carga de la existencia

La tauromaquia despierta una verdad dolorosa. En una sociedad donde se esconde la muerte, la tauromaquia la espolea, la celebra, la venera, nos la arroja a la cara. Nos recuerda que somos finitud. El torero lleva escrito en la frente y en el capote el tempus fugit. Pone su vida en peligro para cumplir esta máxima universal del ser humano. En los toros creemos vivir un poco, vencer un instante a la muerte. Le traspasamos al animal la dura carga de la existencia, de saber que estamos de paso. Así creemos que somos eternos. Y por eso la vida, en contacto con la muerte, se convierte en arte.

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