El rojo que disparó a un Spitfire
Tuve el privilegio de conocer a Andrés Salom en esa época gris de «grises» en que el PCE vivió una ilegalidad atenuada y, luego, una ... legalidad a desgana consentida. Yo era un joven con inquietudes críticas y él un maduro luchador contra la dictadura (ambas, al parecer, especies en peligro). Andrés repartía con tesón el 'Mundo Obrero' y yo se lo tomaba con bastante emoción y poca intención de lectura. Y como no nos conocíamos, al cruzarnos por la calle nos saludábamos con un «hasta luego, camarada», que hizo que muchos pensaran que yo tenía el carné que Andrés casi que inventó y que nunca tuve.
Aquello resultó ser una bendición. Andrés era amable, pillo, sensible, flamenco, poeta y admirador de las mujeresbellas:
–¡Joder, camarada, tengo gana de verte con una fea! Yo le respondía que eso no lo conocerían sus días.
Hicimos una bella amistad. Tomábamos vinos y hablábamos de poesía, sobre todo francesa, que él conocía mucho mejor.
Pero si dos hombres nacidos hace ya tiempo beben concienzudamente juntos, tarde o temprano, sale la mili, la reverenda mili.
–¿Tú sabes que en mi «blanca», en lo de «valor» no pone «se le supone», sino «demostrado»?
–¡No jodas! ¡Pero si te tendrían vigilado y lejos de cualquier «piropo», por comunista!
–¡Es que le disparé a un Spifire y me devolvió el fuego!
Y en efecto. A Andrés, ya 'matriculado' como comunista, lo mandaron a un puesto antiaéreo y montaraz en su Mallorca. Eran los sangrientos cuarenta, en que España, después de sus sangrientos treinta, andaba por el filo de la navaja. Los aviones aliados solían, con intención o sin ella, violar el espacio aéreo de la minipotencia descafeinada del Eje que era lo que quedaba de España. La defensa española se hacía, mira tú qué cosa, la sueca. Salvo excepciones.
Y un día, un Spitfire británico, inconfundible por sus bellas alas elípticas, acertó o erró a pasar por encima de la posición montaraz de Salom. Como no respondió a otras señales convencionales, Andrés le largó una corta ráfaga de advertencia bastante a proa del avión británico, que debió mosquearse, ma non troppo.
–No bajó mucho de altitud, pero dio la vuelta. Y me pareció que granizaba. ¡Qué coño, el cabrón me estaba disparando, aunque quizá no con mucha gana! Se supo y me licencié con el «valor demostrado» en la cartilla militar de un comunista en la más dura época de Franco.
–¡Quizá hayas sido el único rojo en combate con un Spitfire!
Luego, como era nuestra privada tradición, me recitó en francés y castellano, pasajes de 'Le cimetière marin', de Paul Valéry, sobre todos aquellos que creía que Jorge Guillén no había traducido con verdadera destreza.
Y una vez más rechazó de un manotazo al aire mi exigencia de traducirlo y publicarlo él. Y pedimos otros dos vinos.
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