Ester, Marisa, Rufina...

Probablemente ya habrá quien en estos momentos esté pensando, «qué aburrimiento, si ya estamos muchísimo mejor que hace una o dos generaciones». Y no lo voy a negar, de hecho, si yo fuera una de mis abuelas no podría estar escribiendo estas líneas. Pero me van a permitir que siga insistiendo porque, como hemos podido constatar en 'prime time' este mismo verano, con esas campeonas padeciendo una serie de atropellos a su dignidad absolutamente inaceptables, aún queda muchísimo por hacer, y es que, como tantas conquistas, esta también es elástica, es decir, se va logrando poco a poco y aún no hemos llegado al límite de sus posibilidades.

Pero es que, además, a la que dejas de tensionarla, tiende a regresar a su forma original, algo que yo misma he podido comprobar cuando este inicio de curso, por primera vez en casi dos décadas, me he encontrado con un alumno diciéndome en clase: «Es que ahora las mujeres no sabéis hacer un huevo frito». Cuánto constructo patriarcal hay en esa frase, ¿verdad? Pues con ese tipo de relaciones entre sexo y rol convivimos todos los días. Así que, como decía José Agustín Goytisolo, aún estamos en el camino, y no podemos apartarnos.

Es evidente que el abanico de la desigualdad de género es amplísimo y va desde la violación de los derechos humanos hasta la más sutil obstaculización del derecho que deberíamos tener todas las personas a construir nuestra identidad y desarrollar nuestras capacidades en libertad e igualdad de condiciones, independientemente del sexo con el que nacemos.

En este sentido, es una responsabilidad transversal, y en mi opinión compartida por todos los adultos, sobre todo por aquellos que asumen responsabilidades, la de levantar relatos y construir referentes en los que las personas jóvenes puedan reconocerse y apoyar sus aspiraciones.

Y aquí llegamos al controvertido tema de las cuotas, un asunto delicado que requiere compromiso, sentido común y que en ocasiones genera debates estériles que ocultan lo que en mi opinión es el meollo de la cuestión. Y es que, como dije al principio, aún estamos en el camino y entre otras cosas, eso significa que, o mantenemos la tensión, o por inercia seguimos construyendo un mundo en el que el sexo masculino y el rol que tiene asignado sigue imponiéndose en forma de modelos y perspectivas. Sin ir más lejos, en mi campo siguen convocándose (esta semana mismo ha ocurrido en Madrid) paneles de expertos en arquitectura y urbanismo en los que todos los participantes son hombres, lo que además de limitar los puntos de vista desde los que se abordan los temas, dibuja una escena de referentes que no es ni siquiera realista pues les puedo asegurar que mi sector está lleno de mujeres de enorme valía y con muchísimas cosas que aportar.

Así que, convencida de que hay que seguir manteniendo el esfuerzo, no puedo más que congratularme por el fallo del jurado de los XXII Premios de Arquitectura de la Región de Murcia que, por primera vez en casi 40 años de historia, ha otorgado el Premio Especial a Labor Profesional a tres formidables arquitectas, Marisa Gil, Ester Monasterio y Rufina Campuzano, incluyendo además un matiz nada irrelevante, pues se les ha otorgado el premio no solo por su meritorio recorrido profesional, sino que se ha hecho también mención a su trayectoria personal. Algo que no puede parecerme más oportuno pues estas mujeres, como tantas otras, para ocupar los lugares que han ocupado han sido pioneras, valientes y entregadas desde su propia vida privada. Mujeres activas que han tenido que romper límites y moldes proponiendo otras maneras de relacionarse y de vivir su tiempo. Así que solo puedo acabar estas líneas diciendo: enhorabuena compañeras, y ¡muchas gracias!