El maestro ha muerto. Le ha sorprendido un infarto en sus estancias del distinguido Palazzo Vendramin Calergi. Desde que volvió a Venecia a mediados de ... septiembre no había tenido la ocasión de saludarle. Al parecer estaba muy agotado y enfermo. Se dice que ha estando recibiendo visitas a pesar de su delicado estado de salud.¡Me hubiese gustado tanto comentar con él sobre el estreno de Parsifal en Bayreuth!.
Me llamo Tancredi y he sido el humilde gondolero veneciano de Wagner. Desde hace treinta y cinco años lo he paseado por la ciudad cada vez que la visitaba. Todo ocurrió por casualidad. Era el mes de agosto de 1858 cuando se instaló en el Palazzo Giustiniani, situado en una de las curvas del canalazzo. La cubierta superior de mi góndola estaba en reparación y ese día navegaba sin ella. El maestro odiaba ir encapotado en una embarcación tan negra y cuando pasé ante él, me requirió para llevarlo a la Piazzetta de San Marcos. Mi madre era francesa y pudimos conversar sin problemas desde el primer instante. Me sugirió que cambiara el tono negro de lo que denominó como mi ataúd flotante, como si el color de la brea impermeable de la góndola se encontrase en la paleta de un pintor.
Desde el primer momento, el maestro y yo detectamos que teníamos algo en común. Nuestras vidas sentimentales no pasaban por un buen momento y los canales de la ciudad reflejaban todas las emociones que él definió como muerte de amor.
Unos meses antes, durante el carnaval, una epidemia de cólera me arrebató a mis padres, a mis dos hermanos y a Isabella, el amor de mi vida. Ella pertenecía a una poderosa familia de Venecia y renunció al confort de la alta sociedad por casarse con un humilde joven sin apenas futuro. Su muerte fue un golpe muy duro para mí. Mi alma sólo encontraba refugio en la noche, que cada vez la acortaba más la irrupción precipitada del amanecer. Wagner me atormentaba continuamente con preguntas sobre mis sentimientos. No logré entender sus verdaderas intenciones hasta que un día me invitó a su casa para que escuchase al piano algunos fragmentos del segundo acto de Tristán e Isolda, la ópera que estaba componiendo y cuya melodías conseguían que mi aflicción escapara del presente.
Por las tardes navegábamos hacia San Marcos para escuchar las bandas de música militares que interpretaban las oberturas de Tannhäusser y de El holandés errante. Todos los venecianos que se congregaban allí percibían la intensidad y la densidad de su música, aunque ésta no era aplaudida por razones políticas. Una noche, de vuelta a casa me confesó que añoraba a una dama suiza casada con un hombre influyente y rico y me explicó lo fácil que es perder la individualidad como persona tras el primer beso de amor.
El maestro mostraba interés por consolarme a su manera. En ocasiones me presionaba para que contara con detalle mi relación con Isabella. A veces, incluso se malhumoraba si olvidaba algún detalle. Cuando velaba a mi querida esposa, apareció un misterioso hombre enmascarado visiblemente afectado. Tras unos minutos junto a ella, se marchó entre lágrimas lamentado lo doloroso que es castigar a un ser querido en contra de la propia voluntad. A Wagner le resultaba insoportable que no recordase nada más sobre ese asunto.
En una segunda ocasión, me invitó a subir a Ca´ Giustiniani para que escuchase el acorde de Tristán en su piano Érard. Nos interrumpió una visita y me tuve que ir apresuradamente, pero hasta hoy día sigo sintiendo las punzadas de excitación del sonido de las cuatro notas fa, si, re sostenido y sol sostenido, con el primer rayo de sol de la mañana.
El maestro volvió a Venecia en otras ocasiones. Fueron visitas muy cortas en las que paseaba en mi góndola acompañado de amigos o familiares. Nunca más volvimos a hablar sobre nuestro mundo interior, aunque estoy seguro que el inestable chapoteo con el que avanza la góndola despertó el recuerdo de los días de desasosiego que una vez compartimos.
Nunca más volví a ponerle la cubierta superior a mi góndola.
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