El sudor adolescente empapa la camiseta. Aún jadea. Se esconde. Lo mira correr. Su profesor lleva calcetas y shorts de un azul metalizado. Lo ama. ... Quiere besarle, lanzarse sobre su pecho y que se quede con él para siempre. Quiere decirle: aquí, en la oscuridad, no se está tan mal. Su rutina es pegajosa, como las horas y el silencio. Como la piel de los animales muertos que diseca. Odia a su madre, empastillada la mitad del día, la otra, denigrándolo. Eres detestable, monstruoso. Tú y tus bichos muertos. Pero le hacen compañía. No le atacan, no le agreden. El profesor también es bueno. Entiende que es el raro de la clase. Lo compadece, como si fuera un insecto indefenso. Pero es mucho más.
Su brutalidad escondida pugna por explotar. Como su acné, como una planta que rompe la tierra. Quiere acallarla, ponerle una mordaza. Será imposible. El profesor se acerca con respiración entrecortada. Le mira el cuello, el latido de su sangre es un río delicioso. Tiene una poderosa erección. Escondido entre la maleza solo la nota él, en la estrechez de su pantalón. Pero no puede más y se masturba nerviosamente. Le quiere a él. Le quiere para siempre. Para besarle todos los días. Acostarse a su lado y sentir el latido de su sangre. O la carne apagada y fría, tanto da. Aquí en la oscuridad, no se está tan mal.
Todavía no lo sabe, pero Jeffrey matará a su profesor. Lo hará pedacitos y cuando la descomposición sea inapelable, lo eliminará con cal viva. Cal viva para su amado profesor muerto.
Todavía no lo sabe, pero aprovechará el abandono de su madre para crear en la casa familiar un auténtico museo de los horrores. Y más tarde dormirá con jóvenes efebos, gélidos como el mármol. Luego los enterrará en el jardín. Quizá se guarde parte del botín para tenerlo a mano en futuros juegos eróticos. Una cabeza, tal vez. Un día, su padre, casi le descubrirá.
Jeffrey sabe que lo que hace está mal. Su abuela le abofetearía y le pondría de rodillas a rezar toda una tarde. Pero no puede evitarlo. Los ama así, de ese modo extraño. Los quiere aniquilados. Los quiere quietos y sumisos, como a los animales muertos que disecaba.
Un día robará un maniquí. Un comodín. Quizá podría imaginar que es su profesor cachas de pantalones azul metalizado. O el chaval que recogió haciendo autostop. La abuela lo descubrirá. Esa vieja metomentodo. Disculpará sus rarezas sin entender la locura.
Jeffrey celebrará su homosexualidad en bares gay. El diablo le llama. Un apartamento cutre será su nuevo nido de muertos vivientes.
Edificios Oxford, apartamento 213 de la calle 25 Norte de Milwaukee, serán las nuevas coordenadas del horror. En ese lugar irá un punto más allá. Adolescentes, prostitutos, modelos o chicos que confiarán en él acabarán hasta arriba de triazolam. Jeffrey les trepanará y creará muertos vivientes que, por unas horas, cumplirán su deseo. La soledad le aterra y guardará los cadáveres durante días hasta su descomposición.
Tenerlos dentro
Despedazados en bidones, o congelados y envueltos en papel film. Ahora se los come. La mayor prueba de amor es tenerlos dentro. A Glenda le llegan los olores de la muerte. Avisa a la policía, ve al loco de su vecino arrastrar a jóvenes, casi niños, desvanecidos en sus brazos. Jeffrey convencerá a los agentes. Es blanco, es joven, es guapo y elocuente. Su elocuencia ya le ha salvado una vez. Y su color.
Glenda era de color. Como los jóvenes que Jeffrey llevará a su cuarto. Gays de diversas etnias. Los locos y sus obsesiones. El último de ellos, Tracy Edwards, conseguirá escapar esposado. Esta vez la policía decidirá ir a fondo.
En los apartamentos de la calle Oxford encontraron una cabeza humana, un corazón, genitales masculinos, cinco cráneos. Un esqueleto completo descansaba en un cajón. Un cuero cabelludo disecado, tres torsos y otras partes dormirían en un tambor de 260 litros con ácido. En la cárcel se arrepentirá y abrazará con fervor la fe. Un compañero de prisión, Christopher Scarver, lo matará a golpes. Venganza por sus hermanos negros. El adolescente aún no lo sabe: le apodarán el carnicero de Milwaukee.
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