Un grito «de dezespero i unas sinyales» en Auschwitz
80 aniversario de la liberación. El ejército rojo no descubrió el campo de concentración, sino el recuerdo de lo que había sido. Sobre la muerte no reina la libertad, solo cadáveres
Asusta escribir su nombre. Cuesta leerlo, anunciado desde kilómetros atrás, con la espesura de un bosque maldito. ¿Quién no ha escuchado hablar de él? Hoy ... los carteles se confunden con otras lenguas, tal vez para intentar salvar la tristeza de sus consonantes unidas. Oświęcim se llama el pueblo que prologa esta cita triste. Hay viajes imprescindibles en la conciencia de todo ser humano. Este es uno de ellos. Me bajo del autobús y camino buscando el 'Arbeit macht frei'. Todas las formas de la naturaleza están marcadas para siempre. Los árboles se retuercen, el río cercano parece mustio. Hay palabras oscuras que suenan en el fondo de la tierra. Esta que piso. De esta tierra, pienso, no puede nacer nada claro. La luz de invierno polaco también se esconde entre las nubes, imitando el color de las alambradas. «El trabajo os hará libres». Lo encuentro tal y como lo esperaba: la verja entreabierta, los edificios de ladrillo tostado al fondo, un camino de tierra sobre el que cae la nieve. Aquí siempre es invierno. En Auschwitz siempre hace frío.
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Tuvo frío Anatoli Shapiro, el primer oficial soviético que entró en el campo de concentración, el 27 de enero de 1945. ¿Qué es un campo de concentración?, se preguntaría. El nombre no alcanza a reunir la tragedia de los hechos aquí ocurridos. Shapiro encontró una reunión de escombros. Seiscientos muertos vivientes que se arrastraban por el barro y la nieve, que pedían clemencia en un idioma desconocido, en lenguas muertas que ya no tenían saliva para tragar. Seiscientos también es una cifra ridícula, una mera anécdota de lo que significó Auschwitz, la maquinaria de la muerte en plena ebullición, la industria del asesinato. El sueño de Wanssee, una casa junto a un lago, ejecutado sobre un terreno llano donde diluir la ceniza con las aguas sucias del río Soła.
Evacuación de presos
Pienso en Anatoli Shapiro, preguntándose qué era todo aquello, los cadáveres a medio enterrar, los bloques de ladrillo destruidos. El ejército rojo no descubrió Auschwitz, sino el recuerdo de lo que había sido. No lo liberó. Sobre la muerte no reina la libertad, solo cadáveres. El 18 de enero del 45, diez días antes de la llega del ejército rojo, la SS comenzó a evacuar a los presos. Lo llamaron las Marchas de la Muerte. Aquí debería empezar el homenaje. O tal vez antes. Con la construcción de la primera cámara de gas. Con la piedra original del barracón que toco con mis manos. Un vecino de Oświęcim echando las cortinas ante el desfile grotesco de ese carnaval humano. Homenajes para reparar la infamia. La infamia, reflexiono, no se puede reparar. Anatoli Shapiro no sabe que el 18 de enero 60.000 presos han sido evacuados hasta Wodzislaw, a sesenta kilómetros de distancia. Caminan. Van descalzos. No portan abrigos. Se sostienen los unos a los otros. A los que quedan rezagados les disparan en la cabeza o los dejan morir en el barro, porque la guerra está perdida y las balas hay que guardarlas.
Los nazis, que lo documentaban todo, destruyeron el grado superlativo de su maldad: las cámaras de gas
Me detengo en los barracones. Son custodios. Todos ellos encierran un mínima parte de lo que fue una persona. En uno hay toneladas de cabelleras. Lo pienso. Pelo humano que lleva más de ochenta años sin crecer, sin proteger una piel. En otro barracón hay maletas. Dientes en otro. Dientes que llevan ocho décadas sin masticar, sin rozar las palabras que salen de una garganta. No son voz, solo piedras grises sobre una montaña de espanto. Es fácil replantearse el tamaño de la Humanidad en Auschwitz, la profundidad del agujero en el que caímos, en el que seguimos cayendo cada vez que alguien compara estos hechos con nuestro presente. Solo en Auschwitz uno puede entender de qué está hecho el ser humano y lo que puede llegar a hacer.
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Otro nombre infame
Vuelvo a Anatoli Shapiro, que tuvo apellido judío porque venía de esa estirpe. Eran sus hermanos los que allí se pudrían. Solo seiscientos, pero, ¿por qué el campo es tan grande?, se preguntaría. ¿Dónde están los demás? Un superviviente, un hilo delgado de huesos, una sombra, le indicó el oeste. Hacia allí me dirijo. Contemplo la perfección de las vías del tren y su final. No es fácil ver el final de una vía férrea. ¿Hacia dónde van los trenes cuando el camino acaba? Este lugar se llama Birkenau, y supera los horrores de Auschwitz. Otro nombre infame, difícil de pronunciar. Shapiro se quita la gorra de oficial, con la estrella cosida, y camina sobre las brasas recientes. Hay ladrillos por todas partes. No entiende, pero le bastan unos pasos para que se le ilumine el rostro de sombras. La luz puede ser negra y la de esa mañana lo fue. Los nazis, antes de abandonar el campo, destruyeron las cámaras de gas. Las borraron de la memoria visual y privaron a la historia de un testimonio gráfico de su mayor obra. Los nazis, que lo documentaban todo, decidieron destruir el grado superlativo de su maldad. Hoy conocemos lo que sucedía dentro de esas cámaras por testimonio de judíos que recogían los cadáveres, cuando el Zyklon B se había abierto paso en los pulmones de los muertos. Los muertos tienen pulmones también. Imagino a Anatoli Shapiro con un pañuelo en la boca, tapándose la nariz. Hoy nieva sobre los campos. Es una nieve limpia que no se lleva la suciedad de la memoria.
Es fácil replantearse el tamaño de la Humanidad en Auschwitz, la profundidad del agujero en que caímos
Al fondo, donde crece el bosque, un muro de palabras se alza. Las piedras también tienen dignidad. La misma frase en veintitrés idiomas. Todas las que hablaron el millón y medio de víctimas que entraron y nunca salieron de Auschwitz. Las palabras restituyen, ordenan el caos, otorgan recuerdos a la amnesia. Es un gesto simple este de leer la misma frase en veintitrés idiomas. La mayoría no los puedo comprender, pero lo leo igual como homenaje. «Un grito de dezespero i unas sinyales». Está escrito en judeoespañol. «Desesperación y advertencia». Eso debe de ser Auschwitz. Hoy. Mañana. Cuando se nos olvidé.
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