El Estrecho
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ARÍSTIDES MÍNGUEZ BAÑOS
Domingo, 25 de agosto 2019, 10:17
Aulo Calpurnio oteó en derredor. Las vistas desde el castellum eran inmejorables: se observaban no solo las cuencas del Argos y el Quípar, sino también el oppidum ibérico que dominaba el estrecho. Justo enfrente, en el cabezo sobre la Fuente de las Tosquillas, divisó la turris specularis, que sus hombres construyeron para cubrir el espacio que no se controlaba desde el castellum.
Los speculatores que eligieron ambos enclaves sabían lo que hacían: podían dominar el paso entre la Hispania Citerior y la Ulterior desde el puerto de Carthago Nova hasta el Anas Menor y el Alto Betis.
Por eso lo enviaron a él al mando de una cohorte de legionarios y dos centurias de auxiliares. Sus órdenes fueron erigir castellum y turris y entablar buenas relaciones con los íberos de los poblados vecinos. Llevaba 20 años en el ejército. Había servido primero a las águilas en Siria y la Galia Cisalpina, pero luego había decidido servir solo a César. Con él había combatido en las Galias, en Alejandría, en Farsalia y de nuevo en Siria. Tras él cruzó el Rubicón, consciente de que aquello lo convertía en traidor a la República y, por ende, a Roma. Ni él ni ninguno de sus hombres dudó: donde estuviera César, allí estaba Roma.
Cuando su general lo llamó al praetorium y le comunicó que lo había elegido a él, Aulo Calpurnio, centurión primus pilus de la Legio IX, para encomendarle una misión de la que pendía el futuro de la guerra civil que enfrentaba a los cesaristas con los hijos de Pompeyo, se hinchó de orgullo y aceptó sin preguntar nada. Reclutó una cohorte entre los mejores efectivos de la Décima y la Nona. De los auxiliares seleccionó a una partida de honderos baleares, de arqueros partos, de jinetes germanos y de speculatores íberos y celtíberos.
Dos trirremes y unas naves onerarias los trasladaron hasta las Montañas de Hierro, a poniente de Carthago Nova. Allí se les unió una turma de íberos, que tenían lazos de hospitalidad con Julio César de cuando fue quaestor por esos lares. Le advirtieron de que no podía contar con la lealtad de los oppida del contorno, ni siquiera de la misma Carthago Nova: Pompeyo y sus hijos tenían lazos de clientela con muchos de ellos. Estaban solos.
Calpurnio supervisó personalmente el alzamiento de las fortalezas, asegurándose de que estuvieran cercanas a fuentes y de que sus hombres acumularan víveres para soportar un asedio. No les dejó ni un día de descanso: redobló las patrullas de vigilancia, las marchas y ejercicios de combate. Eran milites Caesariani.
Una nundina atrás llegó un mensajero con nuevas órdenes: en Carthago Nova había desembarcado un contingente de más de 5.000 jinetes númidas, contratados como mercenarios por los pompeyanos. Su intención era unirse al enemigo en los alrededores de Corduba, donde estaba a punto de entablarse la batalla que decantara la contienda. Calpurnio debía retrasar esa incorporación: los númidas habían de atravesar el desfiladero sobre el Quípar, que podía ser bien defendido por una fuerza pequeña, pero experimentada como la del primipilus.
Dejó media centuria protegiendo la turris y a otra media en el castellum. Mandó a una centuria a la entrada del estrecho para que se enfrentaran a los bárbaros y fingieran huir. Los númidas cayeron en la trampa: desde los riscos que se erguían sobre el río los honderos y los arqueros hicieron gran carnicería, rematada por sus muchachos.
El enemigo se replegó y mandó exploradores para hallar otro paso, por el que atacar a los defensores. Lo encontraron ayer. Calpurnio aún ordenó un ataque contra un enemigo que los superaba en una proporción de uno a diez. Venderían cara su piel.
Los númidas se retiraron al caer la noche. Calpurnio ordenó a los supervivientes que podían valerse que escaparan por los desfiladeros vecinos y se unieran a César en Munda. Él y su optio degollaron a los heridos más graves: los bárbaros no serían tan misericordiosos con ellos.
Luego prendieron fuego a las fortificaciones: ningún enemigo iba a gozar de lo que los cesarianos habían erigido.
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