En el año 2013 me tocó ejercer de comisario en una exposición retrospectiva de la pintura y la escultura de José Luis Cacho en el ... Museo de Bellas Artes de Murcia. No tenía ni la menor idea de en qué consistía mi trabajo. Y gracias al ánimo, al apoyo institucional y, sobre todo, al entusiasmo del consejero de Cultura de entonces, Pedro Alberto Cruz, la muestra se convirtió en un acontecimiento histórico, y el maestro Cacho pudo disfrutar viendo reunidos decenas de cuadros suyos en una misma sala, repleta de público, de amigos y curiosos, de gente que creía que el pintor, más que pintor, era tan solo una leyenda.
Sin embargo, desde que lo conocí, desde que supe de la existencia de un momento de esplendor –más efímero de lo que todos hubiéramos deseado– y de su inmediata y prolongada sequía como creador, tuve claro que las nuevas generaciones de artistas tenían todo el derecho –y, acaso, la obligación– del mundo de conocer la dimensión de un pintor que no se parecía a nadie, que ayudó a renovar el panorama artístico español, mostrando el camino por el que convenía transitar a base de talento.
Como tantas veces ha sucedido en el ámbito de los genios, el hombre eclipsó casi por completo al artista. Se había convertido, aislado del mundo en su casa cercana al río Segura, en plena huerta, rodeado de limoneros y custodiado por su 'Perrucho Cacho', como él llamaba a su pastor alemán, en una especie de sombra fugaz –su extremada delgadez contribuía a ello– que no quiso vivir de la gloria pasada. Cuando estaba de buen humor, que era casi siempre, solía recordar a quienes le visitaban que su padre repetía, una y otra vez, que los hombres primitivos vivían en cuevas y tabernas. En tabernas, no en cavernas.
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