Fotografía: Pepe H. / Tipografía: Nacho Rodríguez

Eduardo, campeón, ¡han aprobado la ley ELA!

Una palabra tuya ·

Domingo, 13 de octubre 2024, 08:31

Me he acordado del vídeo atroz en el que José Antonio Arrabal, tras 58 años de vida y enfermo de ELA &ndashesclerosis lateral amiotrófica&ndash ... grabó su propio suicidio, su muerte clandestina, su adiós furtivo en mitad de una soledad sin piedad alguna. Muerto tras ingerir una mezcla letal de fármacos comprada por internet. Nadie debería morir así, solo, sin escuchar un «te quiero», nervioso como un escolar por haber decidido irse de este mundo como un fugitivo que deserta de una existencia rota, para así evitar deteriorarse «hasta acabar siendo un vegetal». Decidió grabar su muerte, me imagino que en el momento de su vida que más hubiese agradecido un abrazo de cariño, una confortable caricia, algún gesto que encerrase al mismo tiempo el dolor y la comprensión capaz de albergar el corazón humano, para reclamar de este modo la legalización de la eutanasia en nuestro país. Lo ves y sientes mucha impotencia, congoja, compasión. ¿Quién se sigue atreviendo a juzgar su adiós abrupto, el miedo, el vértigo y la necesidad de descansar en paz que, en esos minutos, acabarían por transformarse en un eclipse capaz de derrotar cualquier anhelo de seguir aquí?

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Ninguno de nosotros estamos a salvo de que nuestra vida dé un giro mayúsculo en cuestión de segundos: los que se tarda en escuchar un diagnóstico mortal. ¿Quién está a salvo de peligros como el que supone la mayor de todas las desgracias: que la muerte decida llevarte con ella de un modo tan lacerante; un día tras otro convertidos en una corona de espinas?

Siempre que me acuerdo del suicidio de José Antonio Arrabal me echo a llorar con las imágenes que vienen de Eduardo, también enfermo de ELA pero que quiso apurar hasta su último segundo de vida. Lo recuerdo muy bien: se estaba muriendo y lo sabía. Lo sabía y no estaba furioso contra el mundo. Lo malo es que el mundo seguía su curso sin prestarle atención a su muerte anunciada. La primera vez que hablé con Eduardo me quedé sin palabras. Se sabía sentenciado pero no intentaba dar pena, ni quería lágrimas, y recuerdo que me animó su fortaleza pero me desmoronó su destino, y me sentí un imbécil por darle tanta importancia a mis problemas.

Eduardo ya no podía llevar una vida, la vida que se le estaba escapando, normal: por culpa del dolor y de su cuerpo, que se iba destruyendo sin tregua. Cuando lo conocí &ndashpara mí fue un honor y un regalo poder serle útil como periodista&ndash ya tenía claro que se habían acabado para él los proyectos a medio plazo, los viajes, las aventuras, los deportes y también, lo tenía asumido, el poder ser padre algún día. No había futuro.

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Se llamaba Eduardo Abengozar y nació en Vitoria. Tenía 30 años cuando se marchó para siempre, vencido por la enfermedad pero querido con locura por todos cuantos le conocieron. Cuando por primera vez me acojonaron su valentía y sus ganas de luchar, tenía 26 años y un pasado de lo más normal que dio un vuelco mortal dos inviernos antes, cuando una enfermedad tan terrible como ignorada entonces por la mayoría de la población, la misma ELA que padeció José Antonio Arrabal, se cebó con él. Eduardo estudiaba Periodismo y no tenía ni idea de que existía esa enfermedad.

Un mal día, de repente, notó una molestia en una rodilla, y lo achacó, sin darle mayor importancia, «yo qué sé, a un golpe tonto que te has dado en un día de borrachera, o a otra cosa sin mayor importancia, pero cuando terminas enterándote de lo que tienes dices: «¡Joder!». Eso es, ¡joder, Eduardo, te echamos de menos! La enfermedad que lo mató tiene muy malas pulgas, pero él huía de ponerse filosófico cuando hablábamos de su pesadilla, que me resumía así: «Es un follón del quince». Incluso peor que reconocer que se estaba muriendo, era saber el calvario de deterioro imparable que le esperaba. De verdad que era un tipo cojonudo.

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Olvido

Y no crean que se pasaba el día llorando o maldiciendo. Conoció lo que era el infierno en estado puro, pero un día decidió no darle demasiada importancia a tanto espanto y se puso sus propias reglas: compadecerse de los enfermos como él e intentar conseguir hacerlos «visibles», y dedicarse a luchar con sus cada vez menos fuerzas para que, me decía, «las instituciones públicas no se olviden de nosotros y se investigue sobre esta enfermedad». El pasado jueves, por fin, la ley ELA fue aprobada por unanimidad en el Congreso de los Diputados. Tras tres años desde que se tramitara el primer texto, sus 'señorías' han logrado acordar una norma destinada a mejorar la vida de las personas afectadas con esta y otras enfermedades neurodegenerativas graves. Les quedan a los enfermos otras barreras por superar, pero esta ley supondrá al menos un alivio en el día a día de muchas familias. Me imagino a Eduardo, ¡campeón!, sonriendo. Me gusta también pensar que anda por ahí persiguiendo, libre y lleno de curiosidad, amores por conquistar, majestuosas águilas y almas a las que ayudar.

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