La ligereza del amanecer
Crítica José Egea Ibáñez nos ofrece algo muy valioso para la España de hoy en 'Mi perro, mi yegua y la guerra'
LEOPOLDO CALVO-SOTELO IBÁÑEZ-MARTÍN
Martes, 3 de noviembre 2020, 04:27
Estoy casado con Cristina Egea y una regla deontológica me obliga a empezar contando que el autor del libro, José Egea Ibáñez, es mi suegro. ... Pero el lector que tenga la paciencia de acompañarme hasta el final verá que todo lo que aquí escribo responde a consideraciones literarias y no a la proximidad familiar. Vayamos, pues, a la literatura, y de la mano de Virgilio, nada menos. ¿Pueden vivirse unas Geórgicas cuando en todo el país se combate una Eneida? ¿Puede haber paz en la guerra? Sí, siempre que la vivencia sea la de un niño. Afortunadamente, esta vez no oímos como «un sollozo infantil cruza la escuadra/ de feroces guerreros». Aunque el libro tiene sus partes duras, predomina en él la alegría infantil del encuentro cotidiano y libre con la naturaleza, las labores del campo y del bosque, la caza, los animales, el perro y la yegua, que se han ganado el derecho a estar en el título del libro...
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La historia que cuenta José Egea empieza en julio de 1936, cuando el autor tenía siete años, y su familia se refugiaba de la guerra civil en una casa de labor aislada (la 'Casa del Barranco'), situada a mil doscientos metros de altura en la almeriense Sierra de María. En este paraje solitario de montaña, cerca de la divisoria de las cuencas del Segura y del Guadalquivir, se desarrollan los cuadros de naturaleza que el autor presenta con luces y colores que van cambiando con el paso de las estaciones. La sola mención de la altitud de la Casa del Barranco encierra una promesa de buenos relatos invernales. Y así ocurre: los rigores de la «manta de nieve» se olvidan con un «gozo» ante la chimenea, es decir, «un garbillo de paja que se echaba sobre las brasas (...) y producía una llamarada». El autor conoce bien los matices del fuego y las calidades de la leña. No solo hay llamaradas, también está «el blu-blu de las llamas tranquilas y profundas que en la chimenea proporciona como nadie la leña de encina». A la primavera, que se describe con belleza expresiva y precisión botánica y ornitológica, sigue el verano, tan propicio para generar recuerdos infantiles: «Lo que más nos gustaba era la trilla, que se hacía con trillos de pedernal y sierras tirados por mulos al trote (...); subirse y bajarse de los trillos en marcha era un arte que aprendimos rápidamente». En los recuerdos de infancia siempre hay alguno de miedo, que aquí es el miedo a los alacranes, de picadura rápida y dolorosa, que se metían en la mies y aparecían «al sacar los haces para formar la parva».
Los episodios de caza están entre los mejores del libro y cabe suponer que le habrían gustado a Miguel Delibes, cuyo centenario se ha cumplido en este mes de octubre de 2020, y que decía de sí mismo que él era un cazador que escribía. La caza de la que nos cuenta José Egea es siempre caza menor: la liebre, la perdiz, el «medio conejo», al que también llama «conejo tomatero», porque su destino era ser frito en la sartén con tomate... El ambiente de la caza se describe maravillosamente. Así, al hablar del encuentro de los cazadores, muy temprano por la mañana, el autor evoca «la ligereza del amanecer y de los galgos deslizándose sobre el terreno como soplos, y la esperanza, la gran fuerza del cazador». Los galgos como soplos... ¡Qué bonita imagen! Junto a los cuadros de naturaleza aparecen las descripciones de los protagonistas: hombres del campo, cazadores, Atanasio el pastor y fabricante de hondas, Gázquez el carbonero, Chole el buhonero... Sus retratos están hechos con cuatro pinceladas, con la sencillez que corresponde al niño que los ve. Podría seguir, pero prefiero terminar y dejar que comience, amigo lector, tu viaje por este libro, con el que pasarás ratos muy entretenidos, y en el que encontrarás también algo muy valioso en la España de hoy: un buen uso de la memoria.
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