Los éxplicit (o de los finales en literatura)
Cada lector tiene sus favoritos, sus escenas míticas, sus últimas palabras grabadas en su memoria como letras de molde imborrables
ANTONIO CANDELORO
Martes, 7 de diciembre 2021, 09:34
Igual que los íncipit, los éxplicit señalan un momento álgido y fundamental en una obra literaria: es cuando esta se acaba; cuando todos los nudos ... desarrollados a lo largo de una trama encuentran su desenlace final; cuando el autor ya no tiene nada más que añadir porque ha alcanzado la cumbre, el punto final a partir del cual ya no lo queda más remedio que callar (tal vez para siempre). E igual que en el caso de los inicios, también en el de los finales en literatura cada lector tiene sus favoritos, sus escenas míticas, sus últimas palabras grabadas en su memoria como letras de molde imborrables. Aquí van tres ejemplos (de nuevo tres) de la mano de tres autores clásicos: Miguel de Cervantes, James Joyce y Dante Alighieri.
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Capítulo 74 de la Segunda Parte del Quijote: tras tantas aventuras, Don Quijote de la Mancha vuelve a la razón, esto es, deja de creer en la literatura caballeresca que lo ha empujado a emprender un viaje lleno de encuentros azarosos, de descubrimientos sorprendentes, de personajes al borde de la crónica de su tiempo y de la España del siglo XVII. Sancho Panza se desespera: «No se muera vuestra merced, señor mío, sino tome mi consejo, y viva muchos años; porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir, sin más ni más, sin que nadie le mate, ni otras manos le acaben que las de la melancolía». Es extraño, sí, dejarse morir. Saturno ronda el lecho de muerte de alguien que, al ser saturnino, intentó contrarrestar esa enfermedad del alma con la actitud enérgica y avasalladora de quien esperaba cambiar el mundo, enderezar entuertos y defender a los más débiles. Pero Don Quijote reniega de su antiguo «yo», ahora sabe quién es porque sabe que «en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño». El acta de defunción la pronuncia el mismo personaje: «Yo fui loco, y ya soy cuerdo: fui don Quijote de la Mancha, y soy agora, como he dicho, Alonso Quijano el Bueno». ¿Puede haber palabras más contundentes y concluyentes? El libro inmortal de Cervantes acaba porque se acaba la ficción del protagonista de creerse otro. La vuelta a la realidad es lo que determina que el personaje deje de creerse héroe y quede enfermo para siempre, hasta que llegue la Señora Oscura con la guadaña y ya no habrá vida ni más aventuras ni más literatura. La última palabra del Quijote es «vale».
Y podemos solo intentar imaginarnos cómo Cervantes llegó a esa palabra definitiva tras haber elaborado un final en el que será la misma pluma del autor ficticio, el historiador «arábigo» Cide Hamete Benengeli, quien diga: «Para mí sola nació don Quijote, y yo para él; él supo obrar y yo escribir; solos los dos somos para en uno».
No hay vuelta de tuerca: nadie más podrá retomar la narración de esas hazañas caballerescas, nadie más podrá compararse con el ingenio lego de Cervantes.
Viaje al caos de la vida
De Castilla-La Mancha demos un salto a Irlanda: Dublín, 16 de junio de 1904. En su nueva versión de la Odisea homérica James Joyce se inventa un viaje a ninguna parte (aunque no deje de ser un viaje de vuelta a casa, en realidad). El viaje lo emprende un don nadie, Leopold Bloom, casado con Molly y amigo incipiente de Stephen Dedalus, un joven intelectual al que no le gustan muchas cosas del mundo en el que le toca vivir. Ulises empieza a las 8 de la mañana y acaba a las 2 de la madrugada. En el medio, Joyce reinventa el género de la novela, reescribe a Homero, juega con el inglés desde el de origen medieval hasta el más contemporáneo y se mete en los recovecos de sus personajes aparentemente anodinos. Cada capítulo está escrito en un estilo diferente.
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El capítulo 18, dedicado a Penélope, consta de un único, largo, magmático monólogo interior sin puntuación, el de Molly Bloom. Estas son sus últimas palabras, y, por ende, las que cierran este viaje apasionante en el caos de la vida de los hombres del siglo XX (y quizás de todos los hombres de todas las épocas):
«[...] y casas rosas y azules y amarillas y las rosaledas y el jazmín y los geranios y los cactus y Gibraltar de niña donde yo era una Flor de la montaña sí cuando me ponía la rosa en el pelo como las chicas andaluzas o me pongo una rosa sí y cómo me besó al pie de la muralla mora y yo pensé bueno igual da él que otro y luego le pedí con los ojos que lo volviera a pedir sí y entonces me pidió si quería yo decir sí mi flor de la montaña y primero lo rodeé con los brazos sí y le atraje encima de mí para que él me pudiera sentir los pechos todos perfume sí y el corazón le corría como loco y sí dije sí quiero Sí» (según la traducción de José María Valverde).
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Esto es, Ulises termina con un «Sí», una afirmación que lo engloba todo, la aceptación sin frenos ni censuras de todos los males y de todas las alegrías. El «sí» de quien ama al otro y le corresponde. El «sí» a acoger el placer de compartir con el otro el sexo, el amor, una vida juntos.
Y ahora demos un paso hacia atrás en el tiempo y volvamos al sigo XIV, a Dante, a los últimos tres versos del Paraíso. Así concluye la obra maestra del Sommo Poeta:
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«La fantasía se quedó sin fuerzas; / Mas ya mi voluntad y mi deseo / Giraban con la fuerza del amor / Que mueve el sol y las demás estrellas» (según la traducción de José María Micó).
Es en el Canto XXXIII (el último de toda la 'Divina Commedia') cuando Dante Alighieri explicita qué es lo que le ha permitido afrontar los gritos de dolor de los condenados al Infierno, las lágrimas de arrepentimiento de las almas que esperan en el Purgatorio y los cantos de felicidad inenarrable de los que gozan de la contemplación del rostro de Dios. Dante accede a las cloacas del mundo infernal de la mano de Virgilio, pero puede acceder al Paraíso solo gracias a Beatrice, esa 'donna angelicata' de la que dice que estuvo enamorado en la vida real. Beatrice es la encarnación y el símbolo del amor. Hay que llegar al Empíreo para entenderlo y desmayarse frente a esa otra fuerza «che moveilsole e l'altrestelle».
Y también nosotros, en cuanto lectores, nos quedamos callados y boquiabiertos, embaucados por esa fuerza que consintió el viaje de Dante y que determina también el movimiento de los astros celestes, además del nuestro (siempre incierto) en esta Tierra (o valle de lágrimas). Es el amor la fuerza que lo mueve todo.
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* A Francisca Moya del Baño, maestra di color che sanno
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