El centenario de un trozo de dinamita
Análisis. 'Ulises' es la ruptura total en las voces que narran, los personajes y los temas tratados. James Joyce no respeta ninguna convención y parece como si el lector tampoco le importara
IÑAKI EZKERRA
Lunes, 31 de enero 2022, 21:39
«Un trozo notable de dinamita». Esa fue la definición que dio el marido de Virginia Woolf del 'Ulises', esa obra que el miércoles cumplirá ... cien años y que está considerada por una buena parte de la crítica como la gran novela del siglo XX. El matrimonio tuvo la privilegiada oportunidad de publicarla en Hogarth Press, la editorial que había fundado en 1917 en su casa de las elegantes afueras londinenses de Richmond, pero no lo hizo (finalmente fue Sylvia Beach quien publicó el libro). Sobre ese rechazo se ciernen ciertas nieblas que tratan de dejar en buen lugar a los Woolf. Se dice que Leonard deseaba realmente imprimirla, pero se lo desaconsejaron las consultas que inició y que le hicieron temer la censura, que planeaba, efectivamente, en aquellos años, no ya solo sobre la sociedad británica sino sobre la estadounidense.
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De hecho, la revista 'The Little Review', afincada en Nueva York, se vio obligada a suspender la publicación por entregas de la novela y a pagar una multa en 1921. Pero no fue ese el único factor que influyó en la negativa de la pareja de Bloomsbury. A esos temores al escándalo se añadían los comentarios críticos que la propia Virginia Woolf hacía en privado del texto contra la fe en este que había mostrado T. S. Eliot al compararlo con 'Guerra y Paz': «A mí me parece un libro analfabeto y falto de alcance; el libro de un obrero autodidacta, y todos sabemos lo penosos que son esos autores, lo ególatras, lo pesados, lo ásperos, lo estridentes y en definitiva nauseabundos».
Aunque el marido de la escritora era más generoso que esta y, aunque en su comparación del 'Ulises' con el potente explosivo compuesto por nitroglicerina se observa un cierto reconocimiento implícito, no es muy difícil imaginar en ese matrimonio un simple y típico prejuicio de clase que, por otra parte, se contradecía con su abierta y avanzada visión de la literatura, el sexo y otros muchos aspectos de la vida. Todos ellos traían un nuevo aire y un desprejuiciado espíritu a la Europa de entreguerras pero, para los Woolf, el escritor irlandés debía de ser algo equivalente a lo que podía ser un bárbaro desclasado y sin modales para la 'Izquierda Loewe'.
La vulgaridad
En 'El arte de la novela', Milan Kundera se pregunta «cómo evitar la vulgaridad, esa indispensable dimensión de la existencia». Y añade: «El ámbito de lo vulgar se encuentra abajo, allí donde reina el cuerpo y sus necesidades. Vulgaridad: la humillante sumisión del alma al reino del abajo. La novela captó por primera vez el inmenso problema de la vulgaridad en el 'Ulises' de James Joyce». En efecto, ese es uno de los tradicionales reproches que se le ha hecho a ese libro: su gratuita, recurrente e impenitente propensión a lo soez y lo escatológico.
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Ya en el tercer capítulo, Stephen Dedalus, uno de los protagonistas de la trama, que Joyce rescata del 'Retrato del artista adolescente' y que cumple, como Leopold Bloom, un papel de 'alter ego' del autor, se despide de la escena pegando un moco seco en el filo de una roca a falta de pañuelo. En el siguiente capítulo, es el propio Leopold el que se despide abotonándose los pantalones y ciñéndose los tirantes después de defecar en un retrete. El capítulo décimotercero es el que contiene la famosa escena de Bloom masturbándose en la playa de Sandymount mientras mira a una mujer, la sugerente Getty MacDowell, que habla con otras.
La alegoría ornitológica que Joyce utiliza para describir su actividad onanista y que en su día pasaría por picante o 'sicalíptica' ('cucú, cucú, cucú...'), hoy resulta de una ridiculez pueril, mohosa y hasta frailuna. Como resulta más extravagante que se entienda por escandaloso el desmesurado alarde de erudición enciclopédica que muestra el escritor en el capítulo 17 para describir la trayectoria de la orina. La hazaña literaria de Joyce para captar y resolver narrativamente «el problema de la vulgaridad» al que se refiere Kundera, hoy hay que considerarla y valorarla situándonos en su tiempo, así como haciendo un evidente y básico esfuerzo por interpretar el sentido provocador y el carácter desafiante que tenían esas alusiones o descripciones para la moral pública de la época y, en concreto, para la mentalidad católico-irlandesa.
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En el capítulo que cierra la novela se resuelve el problema de la vulgaridad y la hace entrar por la puerta grande del género, como un valioso elemento literario
Se ha hablado de dos técnicas que alterna el novelista dublinés en el 'Ulises' bebiendo de los ismos vanguardistas del cambio de siglo en la pintura: el 'impresionismo estático' y el 'expresionismo dinámico'. Pensando en el décimooctavo capítulo del libro, y en el orinal al que echa mano Molly Bloom cuando siente que le viene la regla, quizás habría que sumar una tercera técnica 'ísmica': la de un lento hiperrealismo que recuerda a esos lienzos en los que se ven todas las ranuras de los azulejos rotos de un viejo cuarto de baño, o los hierros oxidados que soportan un viejo y sucio lavabo. No está de más apuntar que la desprejuiciada e hipernaturalista confirmación del período menstrual de Molly queda directamente asociada en esas últimas páginas a su infidelidad conyugal.
La esposa de Bloom se siente tranquila porque su relación adúltera con Boylan no ha tenido consecuencias. Aquí la novela adquiere la verdadera temperatura realista por la que aún nos resulta una obra actual. Aquí la amoralidad de la señora Bloom adquiere un peso, una fuerza gravitatoria, que no tiene la inmoralidad infantiloide del señor Bloom. Es como si la sordidez ambiental del decorado sintonizara con la sordidez de la relación de la pareja, que alcanza tintes fisiológicos en la manera en la que la mujer detecta que el marido ha tenido una eyaculación durante la jornada, y en la que piensa en los peculiares hábitos sexuales de este, o se entrega a sus propias fantasías eróticas. Este capítulo, que es el que cierra la novela, sí resuelve satisfactoriamente «el problema de la vulgaridad» y la hace entrar por la puerta grande del género, como un valioso elemento literario.
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La corriente sin conciencia
En la animadversión maliciosa de Virginia Woolf hacia el 'Ulises' había un componente clasista, de acuerdo, pero había algo más, o mucho más, mejor dicho. Y de ese mucho más nos da la pista la singular paradoja que reside en el hecho de que James Joyce y la escritora de Blomsbury son precisamente los dos grandes, genuinos e indiscutibles representantes de lo que, en términos de crítica literaria, se ha llamado 'monólogo interior' y 'corriente de conciencia'. Este hecho nos invita, por no decir que nos obliga, a una lectura más profunda y rica que la sociológica de las diferencias que hubo entre ambos, y a analizarlas desde una perspectiva más compleja y literaria.
Más todavía cuando esas diferencias parten justamente desde el 'Ulises', y cuando dichas diferencias se dirimen en torno a esa obra tan polémica como maestra. Y es que Virginia Woolf publicó 'La señora Dalloway', su primera obra escrita en ese registro experimental que coincide con el 'Ulises' y que en muchos aspectos 'lo replica', en 1925, tres años después de editada la novela de Joyce, a cuya lectura en realidad había tenido acceso desde 1918, o sea, siete años antes. Para mayor coincidencia, la acción narrativa se desarrolla en ambas novelas durante una jornada.
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Parece obvio que la novela y la escritura de Joyce tuvieron una influencia en la novela de Virginia Woolf. Lo que también parece claro es que esa influencia resultó en algunos aspectos negativa, es decir, que la novelista escribió 'La señora Dalloway' en cierto modo contra el 'Ulises', contra algunos rasgos que en esta le producían aversión. Estaríamos ante un interesantísimo caso literario de 'anti-influencia'. Haciendo justicia, quizá pueda decirse que simplemente Virginia Woolf entendía la 'corriente de conciencia', una manera nueva de escribir que flotaba en el espíritu de la época, de otro modo a como la entendía James Joyce, pero tenía la imperdonable desventaja de que este se le había adelantado y gozaba, además, de un prestigio adquirido en menos tiempo que el suyo, cuando ambos habían nacido prácticamente a la vez: ella el 25 de enero de 1882, él en ese mismo año, pero el 2 de febrero, o sea, ocho días más tarde.
Lo que Virginia Woolf rechaza de Joyce en el 'Ulises' son tres aspectos fundamentales: esa vulgaridad que Kundera reconoce como un histórico y problemático hallazgo, un radical afán de originalidad e innovación formales al precio que fuera en términos de estilo (a costa de su valor estético, que a ella le parecía primordial) y una desestructuración del texto que era la consecuencia de los dos factores anteriores. Joyce zarandea, rasga, rompe, violenta el género novelístico como ningún otro autor, porque su propósito es revolucionarlo. Su confesión expresa de ese objetivo («He escrito el 'Ulises' para tener ocupados a los críticos durante trescientos años») a Virginia Woolf debía de parecerle una ambición plebeya. En ella, y en su escala de valores, ocupaba un primer lugar la armonía del estilo –por más innovador que este fuese–, la musicalidad de la sintaxis, la finura en la penetración psicológica de los personajes y lo que entendía por 'respeto'.
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Woolf respetaba la escritura por respeto al lector. Joyce no respetaba ni a una ni a otro. El 'Ulises' es la prueba. Es la posibilidad realizada de ruptura total, tanto en las voces que narran como en lo que narran, en la sintaxis y en los temas que abordan sus personajes, en los pasos del uno al otro, en las fórmulas, que pueden traicionar el propio monólogo incluso para convertirse en una inventario de preguntas de carácter paracientífico expulsadas a bocajarro, como sucede en el penúltimo capítulo de la novela y en una auténtica 'corriente sin conciencia' que halló fervientes admiradores como George Bernard Shaw.
Frente a un audaz y salvaje coetáneo a quien todos esos principios y valores le traían sin cuidado, era inevitable que chocara la autora de esos tres finísimos alardes del monólogo interior que son 'La señora Dalloway', 'Al faro' y 'Las olas'. De este modo, el rechazo de Virginia Woolf hacia James Joyce se nos presenta como la mejor, más exacta e impagable guía para señalar y apreciar sus logros, hallazgos y conquistas experimentales. Digamos que uno es el negativo del otro, pero coincidiendo por lo tanto asombrosamente en ofrecer ambos una misma imagen.
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La sombra del 'Ulises' persiguió de tal modo a Virginia Woolf que le acompañó prácticamente hasta su muerte, que también se produjo en fechas cercanas a la del escritor. Este murió el 13 de enero de 1941 y ella se suicidó el 28 de marzo de ese mismo año, no sin antes hacer en su diario acuse de recibo del fallecimiento de su rival («Así que Joyce ha muerto») y de recordar el día en que les llegó la novela de la discordia pasada a máquina: «¿Íbamos a dedicar nuestras vidas a imprimirlo? Sus páginas rezumaban procacidad».
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