'Bloomsday' en el James Joyce Centre de Dublín.
El libro de la semana de 'Ababol'

'Ulises': bienvenidos al Bloomsday

Cada 16 de junio, Dublín conmemora el día en el que transcurre la inmortal novela de Joyce. Llevaba tiempo escuchando hablar de estos fastos, en particular a través de la Orden del Finnegans, cuyo miembro más notorio es Enrique Vila-Matas

Manuel Moyano

Escritor

Sábado, 28 de junio 2025, 07:47

Nora Joyce le preguntó en cierta ocasión a su esposo: «James, ¿por qué no escribes libros que la gente pueda leer?». La famosa novela 'Ulises' - ... que Nora jamás leyó- se ha ganado a pulso la reputación de ser un artefacto indigerible. No obstante, he conocido gente que le profesa sincera devoción: desde mi propio padre (que murió con ella en la mesilla) hasta mi amigo Antonio Candeloro, hispanista italiano que la considera uno de sus libros de cabecera. Hace poco un vecino de Molina de Segura, Jesús Fernández Valero, me regaló su tratado 'Una aproximación a 'Ulises' de James Joyce', del que me serví para acometer una segunda lectura del citado artefacto antes de viajar a Dublín a festejar el Bloomsday.

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Ni por ésas. A menudo he pensado que mi incapacidad de disfrutar de esta novela se debe a que cualquier traducción al español, por buena que sea, pierde inevitablemente la musicalidad del original (algo parecido ocurre con la poesía del galés Dylan Thomas), extremo que constaté al comprar una barata edición inglesa y confrontar varios párrafos con la versión castellana de José María Valverde. Sin embargo, sí que me siento atraído por la leyenda creada en torno al 'Ulises' y por el espíritu febril con que Joyce volcó todas sus vigilias en la literatura. Por eso, como digo, nos subimos a un avión con rumbo a Irlanda.

¿Qué es el Bloomsday? De entrada, un juego de palabras entre Doomsday (Día del Juicio) y Bloom, apellido del principal protagonista del 'Ulises'. Teóricamente la novela transcurre en un solo día, el 16 de junio de 1904, aunque se adentra notablemente en la madrugada del día 17. Leopold Bloom, Stephen Dedalus y otros personajes se entrecruzan por calles y garitos de Dublín en una sucesión de peripecias (más bien anodinas) donde Joyce emplea múltiples estilos y recurre al llamado flujo de conciencia, técnica cuya invención suele atribuírsele, pero que en realidad tomó del casi desconocido escritor francés Édouard Dujardin (cosa que nunca ocultó). Aunque sólo abarca un día, a Joyce le llevó siete años escribirla. Anthony Burgess opinaba que esa demora le había restado unidad y coherencia al conjunto.

Esa mañana de lunes era soleada en Dublín, una ciudad en la que las gaviotas interpretan una incesante y melancólica música de fondo

Publicada en 1922, fue en 1954 cuando a un grupo de fans de Joyce se le ocurrió celebrar el Bloomsday, que desde entonces se conmemora cada 16 de junio.

Llevaba tiempo escuchando hablar de estos fastos, en particular a través de la Orden del Finnegans, cuyo miembro más notorio es Enrique Vila-Matas. Me atraía esa parafernalia metaliteraria y friqui en la que (por lo que había visto en imágenes) gente adulta y aparentemente madura vagaba ataviada con ropa de la era eduardiana por calles y plazas de Dublín. ¿Cómo resistirse a participar en semejante espectáculo? Releí pues el 'Ulises', indagué en internet y marqué sobre un plano de la capital irlandesa algunos enclaves relacionados con pasajes de la novela para visitarlos este 16 de junio.

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Decidí no incorporar a la ruta la torre Martello situada en la lejana playa de Sandycove. Si bien la novela se inicia allí, el protagonista del capítulo no es Bloom, sino Dedalus, y esa escena con el estudiante de medicina Buck Mulligan siempre me ha aburrido soberanamente («¡Sube, cobarde jesuita!»). Además, la habíamos visitado no hacía tanto tiempo. Nada mejor que empezar por el cementerio de Glasnevin, bosque de lápidas al norte de Dublín donde Leopold Bloom asiste (capitulo 6) al entierro de un tal Paddy Dignam. Por desgracia, la cantina del cementerio no incluía en su menú riñón de cerdo, manjar con el que se desayuna nuestro protagonista.

Bajo una antigua torre circular de piedra, media docena de actores con trajes y bombines negros interpretaban la escena en la que Bloom marcha en un carruaje camino de Glasnevin y conversa de asuntos irrelevantes con los demás viajeros. El carruaje estaba representado por dos bancos verdes de madera enfrentados entre sí. Un viejo músico, provisto de guitarra y con esa dulce forma de cantar que tienen los irlandeses, interpretaba un responso humorístico ante un público compuesto mayoritariamente por caballeros con sombrero y chaleco y damas con sombrilla y corsé. Mi parco disfraz se limitaba a una gorra de 'tweed' y unas lentes elípticas vagamente parecidas a las que llevaba el propio Joyce.

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Al terminar la actuación fuimos a visitar la tumba del héroe nacionalista Parnell, tal como hacen los personajes del 'Ulises', y luego nos incorporamos a un grupo de individuos que según creímos estaban representando el cortejo fúnebre del ficticio Paddy Dignam... hasta que nos dimos cuenta de que se trataba de un entierro de verdad. Abandonamos pues la comitiva y nuestros pasos acabaron conduciéndonos hasta la tumba de Matthew F. Kane, un individuo ahogado en la bahía de Dublín en 1904, a los 39 años de edad, que sirvió a Joyce de modelo para estos pasajes del libro.

Turistas ajenos

En el número 7 de la calle Eccles, ya en el centro de la ciudad, se hallaba la casa del inexistente Leopold Bloom (en realidad, pertenecía a un amigo del autor). Aunque el edificio fue demolido, su puerta original se conservaba en el cercano Centro James Joyce. Punto neurálgico del Bloomsday, allí se celebraban actos durante todo el día y por sus estancias deambulaba un actor tan increíblemente parecido a Joyce que no podías evitar dar un respingo al verlo por primera vez, como si acabaras de toparte con un resucitado. Conversé también con cierto septuagenario, venido desde California, quien me contó que había tardado once meses en leerse el inefable 'Finnegans Wake', la obra final de Joyce, escrita con un lenguaje hasta tal punto intrincado que, a su lado, el 'Ulises' resulta tan asequible como un catecismo escolar.

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Esa mañana de lunes era soleada en Dublín, una ciudad en la que las gaviotas interpretan una incesante y melancólica música de fondo. A decir verdad, los numerosos turistas paseaban por el centro completamente ajenos a la celebración del Bloomsday, sin que muchos parecieran saber siquiera a quién representaba aquella estatua de bronce de la calle Earl que alguien había adornado con una rosa roja. De hecho, la gente vestida de época era escasa. En mi afán de reproducir fielmente uno de los pasajes de la novela, compré pastelitos de manzana y desde el puente O'Connell se los lancé (igual que hace Bloom en el capítulo 8) a las gaviotas. No sé si en 1904 estas hienas aladas eran más educadas que ahora, pero a mí estuvieron a punto de cercenarme un dedo en su afán de rapiña.

Dejamos atrás las aguas color cerveza negra del río Liffey y seguimos reviviendo varios pasajes de una novela cuya lectura, para ser sinceros, apenas me ha procurado placer por más que lo he buscado: hasta ese punto llega el fetichismo literario. En la antigua farmacia Sweny adquirimos una pastilla de jabón de limón (que el protagonista compra para su esposa Molly y lleva todo el día en el bolsillo junto a una patata), y en la sala principal de la vetusta Biblioteca Nacional de Irlanda asistimos a la lectura, por parte de un mofletudo Aryton O'Brien, del capítulo 9, en el que varios personajes arrojan distintas teorías sobre Shakespeare. Reconozco que, salvo el nombre del dramaturgo, apenas entendí nada.

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El pub Davy Byrnes llevaba abierto desde los tiempos de Joyce y era el punto donde se concitaban más oficiantes del Bloomsday. De hecho, el propio pub regalaba sombreros de paja a sus clientes, y la calle Duke había sido cortada al tráfico para acoger a aquella horda de imitadores de Bloom. Pedimos la misma comida que el protagonista: un sándwich de queso gorgonzola y una copa de vino de borgoña. Me pregunté cuántas personas de las allí presentes, con su vaso de cerveza en la mano, habrían leído entero el 'Ulises', y, de éstas, cuántas habrían disfrutado realmente haciéndolo. El gran logro creativo de James Joyce -pensé- no había sido alumbrar aquel mamotreto, sino conseguir que, un siglo después de su publicación, todos los amantes de la literatura siguieran sintiéndose aún en la obligación de leerlo e incluso de celebrarlo.

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