Salvador Reverte, una amistad transparente
MARÍA TERESA CERVANTES
Lunes, 28 de septiembre 2020, 22:01
Echaba de menos a nuestro pintor-artista cartagenero Salvador Reverte y lo llamé por teléfono al móvil. Sería hacia finales de julio. Hablé con Mari, ... su mujer, me dijo que estaba en el hospital, que estaba grave. El día 2 de agosto llamé a su casa; se puso su cuñada, me dijo que había fallecido hacía unas horas. Me quedé sin saber qué decir. Hoy lo recuerdo con cariño, mi mente no puede desprenderse de su imagen, fue muy grande la amistad que de cerca o de lejos nos ha unido. Rememoro aquel tiempo en que nos conocimos en el estudio del maestro pintor-artista Vicente Ros, en la Subida de la Morería. ¿Hace cuántos años?
Sí, sería a principio de los años 50. Entre los discípulos destacados del maestro Ros, he de recordarlo a él: Salvador Reverte. Había terminado a la sazón su periodo de aprendizaje y el maestro le había dicho que ya podía caminar por el espacio de la pintura con plena libertad. Sin embargo, alguna tarde que otra, lo veíamos entrar al estudio e instalarse ante un caballete, junto a la pequeña terraza que daba a la Subida de San Antonio. Vivía concentrado en su lienzo y raramente se le veía distraerse con los compañeros. Era reservado y, aunque con frecuencia sonreía, tenía la mirada triste.
Sería a mediados de los años 50 cuando yo dejé el estudio y lo perdí de vista. Muchos años después y, en tiempo de vacaciones para mí, quiso el azar que nos encontráramos una mañana de julio en la Calle Mayor de Cartagena. Nos reconocimos y ambos nos dimos un abrazo con alegría.
«Ha vivido siempre haciendo de su arte la más exigente concepción por todo cuanto le inspiraba»
Una mañana me invitó a ver su estudio y me presentó a Mari, su mujer. Contemplé sus óleos y muy bellas acuarelas: flores, bodegones, figuras, paisajes y multitud de dibujos en blanco y negro. Un carácter íntimo se desprendía del conjunto de sus cuadros estudiados con detenimiento: luces y contrastes, verdes tenues, azules intensos, rojos ardientes, amarillos luminosos... todo un universo de belleza y de contrastes: esa magia que emana de una flor tan sencilla como puedan serlo el jazmín o la amapola.
Hoy, en el número 5 de la calle Ronda, en el retiro de su estudio, al que solo muy pocos teníamos acceso, Salvador Reverte ha vivido siempre haciendo de su arte la más exigente concepción por todo cuanto le inspiraba. Su mirada amable y en cierto modo siempre reservada, reflejaba un cansancio que le viniera de lejos, un cierto matiz de pasión y de éxtasis.
El rostro del pasado
Recuerdo con nostalgia un atardecer de mediados de julio en Cartagena, un atardecer de cielo despejado y tenue, intenso en recuerdos que se remontaban a aquellos lejanos días de nuestra juventud en el estudio del maestro Ros, como si desde entonces no hubiese pasado nada. Y es que la vida había tendido sus puentes para que nos volviésemos a encontrar, en otra fecha, pero en el mismo sitio, para que la amistad se volviese a reanudar en las palabras y en el afecto, para que nada se perdiera del todo en nuestro camino, para que el pasado volviese a recuperar su verdadero rostro.
Cartagena, el puerto de mi juventud, que cada año al volver de mi lejanía me ha ido dando la bienvenida, parecía como si nos observase desde un verano sin tiempo. Ya no era desaparecer de nuevo, vivir cada uno su distancia, sino en la alegría del rencuentro. Volvernos a ver significaba de alguna manera permanencia. Permanecer en la transparencia de una amistad encontrada y transformada por la suave luz del horizonte marino, un azul tenue –ópalo plateado de estrellas–, caminando sobre las ondas y el leve rumor de las olas, en el tímido aliento de un espacio fugaz.
Más allá de los ruidos de la vida estaba la quietud del alma, de su alma y de mi alma, como algo que fluyera mansamente de esa paz inesperada que a veces nos brota del corazón y se deja arrullar por el instante del encuentro inesperado.
Flores y cielos de Cartagena
En las paredes de mi apartamento contemplo ahora sus bellas acuarelas. Cuántas veces me he sentado en su estudio junto a él mientras que con un sencillo pincel daba color a sus flores, mientras me hablaba ilusionado de sus proyectos: los de volver a pintar nuestros luminosos y bellos cielos de Cartagena.
Salvador Reverte deja en mi recuerdo, no solo la magia de su pincel, sino la bondad de su rostro, la expresión de esa sonrisa que con tanta generosidad nos regalaba a sus amigos.
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