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MARÍA TESTUZ
Lunes, 15 de abril 2019, 21:58
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Si el famoso joyero ruso Fabergé fuera traído hasta nuestros días, por medio de algún mistérico sortilegio chamánico, haría sus celebérrimos huevos de Pascua como el rostro de Elvira Carrasco.
Durante años estuvo este prestigioso orfebre devanándose los sesos para aturdir de amor a la esposa del zar Alejandro, con una nueva sorpresa que se escondía a los ojos de todos, encerrada en la cáscara ricamente decorada de sus joyas ovíparas. Con Elvira todo hubiera sido más fácil.
Cuando Elvira se pinta su ovalado rostro, con los dedos engatusados por el ritmo de alguna canción de exotismo indígena, se despierta en el que lo observa el gozo inquietante de atesorarlo como una gema preciosa de embriagadores colores, de lamerlo, buscando el sabor de un caramelo que a buen seguro lleva a la psicodelia.
Esta artista conquense, afincada en Valencia, trabaja su cara con la misma determinación que las tribus cuando se acicalan para una guerra de resultado incierto, o para vivir un romance a todas luces impuesto, sepultados los verdaderos sentimientos por capas de pintura que no alcanzan a ocultar el anhelo de algo diferente en la mirada.
La Elvira que se esconde bajo un dislate de afeites de color, se muestra sin mostrarse, ocultando secretos que solo en sus ojos se intuyen, como Katrinas con sobredosis de oxitocina, como Pollocks de buen humor, como actrices del cine mudo, como huevos de Fabergé gloriosamente jibarizados que posan presuntuosos o tímidos, pero siempre mirando a la cámara, escrutando al espectador, emboscados tras la pintura.
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