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Sociedad

¿Por qué nos gustan los dulces y no las verduras?

La necesidad de supervivencia explicaría unas apetencias por los alimentos más calóricos que hoy se han convertido en un grave problema de salud para niños y adultos

JON GARAY

Lunes, 5 de enero 2009, 09:49

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Cientos de padres y madres luchan todos los días por que sus pequeños coman verduras, legumbres o pescado, y dejen de lado las grasas, dulces y demás chuches. ¿Hay alguna razón que explique este apego a lo que más engorda? ¿Por qué los niños reniegan de los alimentos más saludables? Es la misma necesidad de supervivencia la que explica unos gustos en principio tan poco recomendables: los humanos disfrutamos más de los alimentos más energéticos y no tanto de aquellos que aportan menos calorías. Los hábitos de las especies que nos anteceden en el árbol evolutivo están detrás de este fenómeno tan peculiar hoy convertido en un grave problema de salud, ya que el 25% de la población sufre sobrepeso.

Desde la perspectiva de la especie -comenta el doctor José Enrique Campillo en su libro 'El mono obeso'-, la primera etapa de nuestra historia alimentaria se corresponde a un momento de abundancia permanente de alimentos, vegetales en su mayoría. Hace entre 15 y 6 millones de años, nuestros antepasados primates accedían con facilidad a todo tipo de frutas y vegetales muy poco energéticos pero abundantes. Su preferencia serían los frutos maduros, precisamente los más dulces. El resultado es que pasaban buena parte del día comiendo en pequeñas cantidades.

Una segunda etapa se inició hace unos 5 millones de años, cuando la selva tropical en la que vivían dio paso a un paisaje de sabana en el que las viandas brillaban por su ausencia. La dentición tuvo que cambiar para adaptarse a las poco nutritivas raíces y los australopitecos, a pasar hambre, una característica fundamental para la especie y que está detrás de esa preferencia por las grasas y los dulces.

La tercera y última etapa llegó hace dos millones de años y vino determinada por la citada escasez de vegetales. La necesidad hizo que tuvieran que recurrir a la carne. Fue éste un paso decisivo para el género homo, porque las proteínas animales, más completas y de más fácil digestión que las vegetales, permitieron reducir el enorme aparato digestivo propio de los herbívoros y destinar toda esa energía al crecimiento del cerebro.

El organismo de nuestros antepasados se preparó, por lo tanto, para pasar hambre. La clave sería desarrollar una gran capacidad para comer cuanto pudieran en ocasiones contadas. Nada mejor que desarrollar el gusto por las grasas y los dulces para lograrlo.

Menos es más

Las grasas son el mejor combustible para el ser humano. Por cada gramo de esta sustancia se obtiene nueve kilocalorías. Proteínas e hidratos de carbono sólo proporcionan cuatro y el alcohol, siete. Queda claro entonces la razón de la preferencia por las grasas: simplemente ofrecen más energía comiendo la misma cantidad.

La cuestión del gusto por los dulces, que son un tipo de hidrato de carbono, tiene una explicación similar. Básicamente, los hidratos se dividen en rápidos y lentos. Los primeros, como la miel, son un tipo de azúcares fácilmente asimilables por el cuerpo -más técnicamente, el cuerpo dispone de las enzimas adecuadas para metabolizarlos- y la glucosa pasa a la sangre de forma inmediata. Por eso los deportistas recurren a ellos en plena actividad. Además, afectan a los receptores del placer, de manera que son un gran remedio en caso de bajos estados de ánimo. Los segundos, como los cereales o la pasta, son de más difícil digestión y la glucosa tarda más tiempo en pasar al torrente sanguíneo. Comparándolos con los vegetales, la diferencia es abismal: mil kilocalorías pueden obtenerse comiendo 250 gramos de miel o 5 kilos de hojas tiernas.

La búsqueda del placer

Una tercera razón que explica esta inclinación es aún más simple: el placer que proporcionan.

El sentido del gusto está localizado en la lengua y en el paladar. Son cinco los sabores que los receptores sensoriales humanos pueden distinguir: dulce, amargo, salado, agrio y 'umani', un sabor ligado a la comida china que se suele describir como 'carnoso, caldoso o lleno de sabor'. Los dos primeros son los más interesantes. Las papilas gustativas que detectan el sabor dulce se hallan en la punta de la lengua y son muy raros los casos de insensibilidad al mismo, seguramente por lo explicado antes: es un rasgo de supervivencia. Sin embargo, el sabor amargo es señal de veneno. Las almendras amargas, por ejemplo, tienen una pequeña cantidad de cianuro, y la cafeína, presente en el té, el café y el chocolate, es un pesticida que muchas plantas emplean para disuadir a los molestos insectos (no se inquieten los bebedores compulsivos de café, porque sólo inyectándose cafeína pura podrían correr peligro). Como escribió el zoólogo Desmond Morris, «tenemos 'dulcerías', pero no tiendas de agrios. Y cuando comemos entre horas, casi siempre escogemos caramelo, chocolate, helados o bebidas azucarada».

Lo natural no es sano

La evolución del cuerpo humano, diseñado para superar largos períodos de hambruna, explica el gusto por los alimentos más enérgicos como las grasas y por aquellos que con mayor rapidez proporcionan energía, los dulces. La naturaleza ha exigido desarrollar ese gusto para poder sobrevivir y la cultura, a través de la cocina, lo ha subrayado haciendo esos productos todavía más atractivos. La situación actual, con un acceso garantizado a los alimentos y sin necesidad de grandes esfuerzos físicos para acceder a ellos, han convertido las tendencias naturales en enemigos declarados de la salud. Lo que durante miles de años permitió a la especie salir adelante ha derivado en una pandemia de obesidad. Paradójico: los niños dañan su salud siguiendo las pautas de la naturaleza.

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