Lo mejor de viajar sucede el día antes. Es parecido a lo que pasa con los regalos, que alcanzan su máximo valor en el instante ... en que los vemos envueltos. Puedes trazar el mejor itinerario cada año, pero hay que saber que es difícil que alguna de las paradas alcance la perfección con que, de forma natural, cuenta cualquier punto de partida, cuando nada ha sucedido todavía, ese día en que sabes que te vas, ese nervio en el cuerpo del niño que no duerme la víspera de Reyes. Así, más o menos, me hubiera gustado que fuera la respuesta a la pregunta que me lanzan a bocajarro en la sobremesa de una de estas tardes de agosto, una interrogante deslizada con inocencia entre frases grises: «¿Cuál es tu viaje favorito?». Sin embargo, contesto un «yo qué sé» que suena a portazo, un «yo qué sé» que es más corto pero igual de efectivo para zanjar el asunto.
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Una de las ventajas de que la Tierra gire cada vez más rápido, como hemos sabido esta semana, es que basta generalmente con ignorar por un breve espacio de tiempo un tema para que todos, apresurados por estos días que se acortan, comiencen a hablar de otra cosa. La pregunta, sin embargo, permanece haciendo ruido tiempo después. En un mundo que gira en torno a los 'rankings', corremos el riesgo de pensar que todo se puede ordenar de forma jerárquica. ¿Con qué criterio estableces el mejor viaje de tu vida? ¿En qué nos centramos? ¿En el más espectacular? ¿El más divertido? ¿El más emocionante? ¿El mejor que hicimos mejor acompañados?
Así que reviso algunas fotografías en busca de respuestas y se marcha la tarde corriendo como la Tierra. Debe haber una fórmula que relacione el tiempo que nos quedamos mirando una instantánea y lo felices que éramos. O puede que la medida esté en el que transcurre entre la sonrisa que dibujamos y su conversión en mueca, pasada ya la imagen, hasta esfumarse.
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