Ya es difícil encontrar lugares así: pequeños bares de costa sin pretensiones, que mantienen la esencia intacta, que no han sido transformados todavía en locales ... de moda con luces led y música terrible; espacios que acogen por igual a bañistas descalzos y clientes vestidos de calle para despedir la tarde.
Sé de uno estupendo a solo una escapada en coche de casa, aunque suele ser complicado encontrar hueco. El sitio es tan pequeño y tiene tanta demanda que la mayor parte de los clientes acaban brindando y charlando de pie, en una nube dispersa que recuerda a esos grupos que bailan a las afueras de los estadios mientras escuchan el eco de un concierto para el que no consiguieron entrada.
Por eso, cuando el otro día, nada más llegar, dimos con dos sitios libres en el banquito que hay en la entrada, donde las conversaciones se sientan hombro con hombro y el agua se inmiscuye en todas, ella y yo empezamos a celebrarlo como si acabáramos de ganar uno de esos torneos de verano que no le importan a nadie salvo a los vencedores.
Después de varios días caminando por senderos de polvo en busca de calas donde escapar de la gente, aprendes que la gente también camina. El verano es un poco eso: compartir espacios maravillosos con tantas personas que casi dejen de serlo.
Y no se espera que las cosas mejoren. Dicen que la mitad de las playas de arena del mundo habrán desaparecido a finales de este siglo, y es probable que mucho antes de eso todos los bares de playa hayan sucumbido a los led de colores.
Así que nosotros, que nos habíamos vestido de calle para ver acabarse la tarde, que habíamos brindado ya varias veces por estar en el lugar y en el momento precisos, nos fuimos de allí pensando en volver cuando acabe esta locura transitoria del verano. Por suerte, la mayor parte de los viajeros pasan por los sitios sin echar raíces, como caminan hacia el agua cuando la arena quema: despegando los pies del lugar sin haber llegado a apoyarlos del todo.
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