En mi casa la nostalgia habita en el oído. En el reparto de dones Dios me dio la voz de Charo López de resaca, pero ... me compensó con un oído finísimo.
En este verano sin festivales ni conciertos al uso, aún reconociendo el mérito y el esfuerzo de la industria por mantener la cultura que tantos momentos nos salvó en el confinamiento, tengo montado en mi memoria el mejor festival de la historia al que me teletransporto en los tres primeros acordes de cada canción.
Suena 'Carreteras infinitas' de Sidonie y estoy en 2018 en lo alto de Les Arts, cámara en mano en la puesta de sol más bonita que un festival puede tener. Viva Suecia arranca 'Lo que te mereces' en Benidorm, Low de 2019 y B. y yo cruzamos miradas de orgullosas madres del artista pensando hasta dónde crecerán, nosotras que empezamos a verlos con gafas de sol en el turno de tarde de los festivales. Baila Florence descalza como una ninfa del bosque, poniendo a todo el Kobetamendi a sus pies en el BBK de 2019. Hacer del SOS, después WARM, una cita ineludible con las personas que más quiero, toque quien toque, año tras año. Tres acordes de 'Las Leves' de Jero Romero, antes de que las adolescentes descubrieran el Sonorama y las pistolas de agua, y estoy comiendo con los Corrientes Circulares el mejor guiso del mundo en La Raspa. Llegar tarde al Spring Festival en Alicante con F. y B. y que Los Planetas aún fueran por la primera canción. Es escuchar a Kaiser Chiefs y acordarme de cuando robamos naranjas de su camerino de la plaza de toros, cuando Ibolele era mi casa. Hacer cola para entrar en el Granada Sound cantando a voz en grito por Iván Ferreiro y ligar en la zona VIP del Emdiv en Elda.
Porque en los festivales y en los conciertos no es quien suena, es con quien los vives. Y ni Coachella tiene mejor cartel que el festival de mi vida.
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