Todo giraba en torno a los abuelos. Ellos eran el verano y la Navidad, el pegamento y el eje, el centro de gravedad de la ... gran mesa a la que se sentaba la familia, el lugar al que volver. Cada verano, en su casa, se disponían camas y comida para hacer de los días de calor días también de calidez, de sobremesas sin prisa, de cafetera silbando, de conversaciones atropelladas donde nos mezclábamos los pequeños y los grandes, los primos, los tíos, los padres. Era, no lo sabía, esa felicidad que no se conoce, la verdadera, la que te atraviesa sin que te des cuenta.
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Cuando ellos se fueron, todos nos desperdigamos un poco, huérfanos de la fuerza de atracción, cerca pero lejos, como cuerpos celestes.
Hay una suerte que conviene no olvidar: la familia es un animal que muta, un mundo en construcción donde se barajan incesantemente los papeles para que todo siga igual. Pienso bastante en ello ahora que hay un chico que va por Murcia conduciendo mi primer coche después de arrebatarme mi edad. Lo escribió Kirmen Uribe y lo hizo canción más tarde Quique González: «No es verdad. No he cambiado. / En mis sueños / siempre tienes veinte años».
El chico en cuestión es mi ahijado y se acerca a los años con que yo compré a crédito aquella caja de libertad con cuatro ruedas. La otra noche, mientras compartía un rato con él, en una reunión improvisada con mis padres y sobrinos que se extendió hasta tarde, caí en la cuenta de que el mundo había dado otra vuelta dejándolo todo trastocado. Las fotografías dicen ahora que la madre es la hermana, que los abuelos son los padres, y que esos chavales que no paran éramos nosotros.
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