Cristiano Ronaldo le ha regalado a su prometida un anillo gigantesco, de estética cuestionable, que vale lo mismo que el PIB de un país pequeño. ... Y lo muestra al mundo como si fuese otro de sus trofeos, y en ese gesto se condensan dos verdades: el mal gusto del nuevo rico y que el «menos es más» no va con ellos.
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No hay romanticismo: hay exceso. Demasiadas piedras, demasiado brillo, demasiado destello. Un capricho luminoso que parece gritar: «Mírame, soy rico, soy cursi y no me importa lo que opines». Todo pensado para dejar constancia de que lo hace porque puede… y tú no.
La ostentación no pregunta. No busca compartir sentimientos ni conectar con nadie. Es un monólogo que se mueve entre quilates e Instagram, donde lo que importa es mostrar poder, no romanticismo. Cada ángulo, cada flash, cada historia en redes está calculada para aplastar con lujo. Todos observando el anillo y, de reojo, esas uñas que no se conforman con pasar desapercibidas.
El mal gusto acompaña al exceso. Cuando se intenta seducir con brillo desmedido, se pierde la elegancia. La línea entre lujo y ridiculez se difumina, y lo que debería ser un gesto íntimo se convierte en espectáculo público, con comentarios y memes de inmediato. La privacidad se sacrifica en el altar de lo obsceno y lo grotesco.
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Ese anillo, más que un símbolo de amor, es un recordatorio de que la exuberancia hiere porque no siente, porque no considera al otro. Porque el gesto no busca emocionar sino impresionar. Es grande, caro, y ruidoso, pero emocionalmente vacío.
En un mundo donde se confunde vanidad con generosidad, conviene recordar que el exceso no enamora, intimida. No busca emociones ni complicidades, solo deja frío al que mira. Y mientras el brillo deslumbra, y los quilates ocupan titulares, la intimidad se escabulle, esperando que alguien aprenda que lo esencial no se exhibe.
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