Ovación para 'La casa de los espíritus'
CRÍTICA DE TEATRO ·
Carme Portaceli dirige una función de larguísima duración que atrapa en todo momentoIsabel Allende escribió este milagro titulado 'La casa de los espíritus' en 1982; desde entonces, nadie que haya leído esta novela-río, destinada a sobrevivir ... al paso del tiempo y sus catástrofes, ha podido quedar a salvo de su hechizo: se te clava gustosamente en el alma, te deja heridos de muerte varios castradores prejuicios y te estimula la amplitud de miras y el deseo de comprender; incluso la maldad, como el propio Camus hizo indagando en el alma atormentada y furiosa del criminal Calígula. 'La casa de los espíritus' apela a salvar, contra amenazas furibundas que buscan su aniquilación, lo mejor del ser humano: su capacidad de perdón, su elección por la paz y el cubrir las heridas no de olvido y sí de futuro. La autora narró la historia de la familia Trueba a lo largo de cuatro generaciones, llegando hasta el momento en el que un golpe militar derroca entre sangre al Gobierno socialista elegido en las urnas. Un país roto. Una historia familiar en la que el amor, los celos, la ambición, la excentricidad, el compromiso político, la venganza... campan a sus anchas, entre muebles movidos por la mente de algunas de sus mujeres mágicas, capaces de estar en conexión con los muertos, encantadoras, extrañas, valerosas, fuertes... Mujeres de las que no te olvidas: Nívea, ¡Clara del Valle!, Blanca y Alba, que es la encargada de reconstruir la historia de sus seres queridos y a quien en escena da vida Miranda Gas. Y lo hace con poesía, con crudeza, con verdad. Cuánta emoción, cuánta injusticia, cuántas contradicciones y errores impagables cometidos a lo largo de la vida. No debe haber sido tarea fácil adaptar esta novela, ejemplo delicioso de realismo mágico y crítica sagaz social y política, al teatro, pero el resultado cosechado por Anna Maria Ricart es excepcional. Como lo ha sido también el trasladar a los escenarios la historia de 'Pedro Páramo', de Juan Rulfo, a cargo de Pau Miró, que el año pasado deberíamos haber visto en la edición del festival que la pandemia aniquiló. Para esta de 2021, bienvenida y reducida en su oferta y en el aforo permitido, pero entusiasta en sus deseos de satisfacer al público, se ha recuperado este montaje de 'La casa de los espíritus', también programado en 2020, con el que el jueves se abrió por todo lo alto la programación prevista en el Auditorio Parque Almansa, este agosto sitiado por las obras de remodelación de sus jardines y equipamientos. Casi tres horas y media duró el gozo que proporciona esta función, que concluyó con una solemne y agradecida ovación del público que agotó las entradas a la venta.
Llegados a un momento de la representación en el que las emociones ya andan desatadas, y el terror que siembran las balas y multiplican las torturas y la sinrazón se han apoderado por completo de la atención del espectador, se escuchan en su propia voz los versos del poeta Pablo Neruda, que continuará recitando en estado de gracia una espléndida Carmen Conesa dando vida a Clara del Valle, sin duda el alma y el destello continuado de esta gran historia cuyo principal episodio de amor lo protagonizan ella y el terrateniente hecho a sí mismo, y posterior senador conservador, Esteban Trueba –a quien interpreta Francesc Garrido–: «Puedo escribir los versos más tristes esta noche. / Escribir, por ejemplo: 'La noche está estrellada, / y tiritan, azules, los astros, a lo lejos'...».
Así fue:
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Obras: 'La casa de los espíritus' (adaptación de la novela homónima de Isabel Allende a cargo de Anna Maria Ricart).
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Dirección y escenografía: Carme Portaceli y Paco Azorín.
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Representación: Jueves 12 de agosto. Auditorio Parque Almansa de San Javier.
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Calificación: Muy buena.
Todo un acierto
Digámoslo ya: Carme Portaceli firma su más redonda dirección en años, ¡enhorabuena! Se nota su entusiasmo por la novela, y es evidente el enorme respeto al texto con el que se ha enfrentado para este montaje, como también lo es que no ha renunciado a dejar claro su modo político de estar en el mundo; las imágenes y el audio del derrocado presidente Salvador Allende, dirigiéndose al pueblo chileno por última vez, el 11 de septiembre de 1973, erizan la piel: «Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor». Y le ha funcionado de maravilla la intuición a la hora de elegir a su equipo artístico –con el yeclano Pazo Azorín firmando la escenografía– para poner en pie esta historia de historias, algunas de una desolación que hiere, otras de una ternura que descoloca e hipnotiza; equipo que logra arropar muy bien el trabajo de los intérpretes, en general de un alto nivel. Todo rema a favor de que la obra te atrape, con sutilezas que no cesan, por la fuerza de esta historia de muertos y de huellas, que se escucha con ese bienestar con el que, en ocasiones, te sorprendes feliz «inclinándote junto al resplandor de los leños», como contó en sus versos W. B. Yeats; sigues la función, pese al calor reinante, con esa inquietud que provocan los golpes nocturnos de la lluvia junto a los cristales... No dejas de mirar, no dejas de escuchar. Una historia te lleva a la otra, cada personaje tiene la suya y todas te interesan. Te atrapan los fantasmas, incluido el de la desgraciada Férula, entregada hasta lo enfermizo a venerar a su cuñada Clara, que parece deambular por 'La tierra baldía' de Eliot. Un montaje conmovedor, mitad roca, mitad suspiro. Empezamos muy bien, esto promete.
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