David Pujante: «Estoy convencido de que cuanto más inteligente seas, más infeliz serás»
«Estaba totalmente enganchado a un cuerpo, un cuerpo que me vampirizaba y me dejaba totalmente sin aliento. Eso no es amor»
Dice: «El Mar Menor es el mar de mi infancia, el mar en el que conocí los caballitos de mar y las estrellas». A David ... Pujante (Cartagena, 1953), catedrático de Teoría de la Literatura y Literatura comparada en la Universidad de Valladolid, y Premio Dámaso Alonso 2018 a toda su trayectoria académica y poética, le entran por los ventanales de su apartamento en La Manga los dos mares. Cuenta el autor de '21 odas de invierno' (Milenio), su nuevo poemario: «Cuando vivíamos en Llano del Beal, como hasta los seis años yo no podía estar escolarizado, mi padre habló con un amigo suyo maestro para que me diera clases particulares; es decir, que yo he tenido preceptor, como los duques y los condes [risas]. Luego volvimos a Cartagena, donde estuve hasta que me fui a Murcia con 17 años a la Universidad, y de ahí a estudiar a Barcelona y a no dejar de moverme de un sitio a otro, tanto por España como por Europa, durante muchos años. Mi vida ha sido muy errabunda, siempre he estado dando tumbos».
–¿Qué no es usted?
–No soy fisgón.
–Cuando se marchó de una universidad a otra, apareció en la que dejaba un grafiti que decía: 'Sin Pujante ya no será igual'.
–[Ríe] Eso no se debe a que yo sea un genio como profesor, sino a mi entusiasmo, al entusiasmo con el que doy las clases y contagio a mis alumnos de amor por la literatura.
–¿Qué le ha dado por pensar?
–El otro día, de esas cosas que pasan cuando te vienes aquí y no tienes nada que hacer –que también está muy bien y estupendo no tener nada que hacer–, empecé a darle vueltas la cabeza contando las casas en las que he vivido –¡una tontada que se me ocurrió!–, y conté un total de 25 casas en las que estuve un año viviendo como mínimo.
–Sus orígenes.
–Hijo único de padres protestantes. Un niño muy educado, con unos padres totalmente volcados en mí y a los yo no les daba ningún problema.
«Conté un total de 25 casas en las que estuve un año viviendo como mínimo»
–¿Su gran descubrimiento?
–La lectura. Siempre he sido muy buen lector, y siempre me he encontrado muy a gusto estando en casa leyendo. En la de mis padres me lo ponían muy fácil; recuerdo que cuando era un enano de cuatro años, mi padre le encargó a un carpintero que me hiciera un buró, y así tuve mi primera mesita de despacho. Siempre he tenido muy claro que mi vocación era la literatura, lo que pasa es que, como he sido muy buen hijo, y mi padre tenía la gran ilusión de que estudiase una carrera de Ciencias, porque a él le hubiese gustado ser ingeniero, yo no quería darle un disgusto y me tenía muy bien aprendida la lección cuando, de niño, me preguntaban por lo que quería ser de mayor: 'Primero perito electricista, y luego ingeniero'.
–¿Y qué pasó?
–Que estudié dos años Química, hasta que decidí hablar con mi padre y decirle que no estaba llevando la vida con la que yo soñaba y que me sentía desgraciado. El pobre hombre me dijo inmediatamente que lo que él quería es que yo fuese feliz y que siempre me apoyaría.
–La vida.
–Ahora mismo, para mí consiste en escuchar la nostalgia de un recuerdo. Acabo de cumplir 70 años, y he escrito '21 odas de invierno', donde habita mucha nostalgia, pero no como una lamentación, sino como un canto de amor a la vida desde una conciencia crepuscular. Un homenaje a tantas cosas como la vida nos ofrece, que también incluye las heridas abiertas que van dejando la pérdida de tantas experiencias y seres queridos. Yo no solo he vivido en muchos lugares y he habitado muchas casas, sino que he vivido muy intensamente.
–¿Qué ha contribuido a ello?
–Vivir no solo el mundo que me ha tocado, ya que, gracias a los libros, he podido habitar en otros múltiples mundos y encontrarme con muchos personajes que me han ilustrado, conmovido, acompañado...; y en los que a veces he encontrado un reflejo perfecto de mis gustos, de mis intereses. Mi vida ha sido muy rica en experiencias, y doy gracias porque he podido moverme por muchos sitios muy distintos; he sido siempre culo de mal asiento, siempre deseoso de conocer otros lugares, y eso siendo tan tímido como soy, si bien ahora, ya a mis años, consigo incluso no parecerlo [ríe]. A los seis o siete años de estar en un lugar ya tenía la sensación de que estaba quemado para mí, de que ya había hecho allí todo lo que tenía que hacer y llegaba el momento de irse.
–¿Feliz?
–A ratos. En ocasiones, de lo que me he dado cuenta, a posteriori, es de que había sido muy feliz en momentos en los que no era consciente de ello. Lo fui después, cuando rumié esos recuerdos, porque los melancólicos somos rumiantes; no solo las vacas lo son, también los melancólicos [ríe]. En un poema dedicado a mis padres, que se llama 'La casa', escribo: 'Porque mi corazón siempre tenía un amargor oculto y silenciado'. Ya de niño lo era. No dejaba de hacerme preguntas, no entendía muchas cosas...; y estaba la cuestión religiosa, una moral muy rígida de fondo que asumía porque yo era un niño muy serio; iba asumiendo todos aquellos discursos que eran la norma de vida de mis padres, pero que no iban conmigo, y salir de ahí me costó mucho. Vivía como muy angustiado por el mundo; en ese sentido era muy existencialista.
–¿Qué le angustiaba?
–Me hacía preguntas sobre el sentido de la vida...; Andrés, un niño de cuatro años hijo de una alumna, me recuerda a mí porque se hace preguntas sobre la muerte, y yo le digo: 'Andrés, vas a ser un pobre infeliz, no deberías hacerte tantas preguntas' [risas]. Ser una persona inteligente está muy bien, pero también te da muchos quebraderos de cabeza. Estoy convencido de que cuanto más inteligente seas, más infeliz serás.
–¿Qué lecturas le marcaron?
–Con 16 años empecé a leer a los existencialistas, y esas lecturas me ayudaron mucho. En España, la gente católica es más libre, porque se vive un catolicismo más superficial; pero el protestantismo, con una gran carga de puritanismo y al ser tan minoritario, se vive de modo muy intenso. Tenía polémicas con el pastor de la Iglesia, y un día decidí decirle a mis padres que ya no iba a seguir yendo a las ceremonias. Y no hubo ningún problema, creo que actuaron de un modo muy inteligente y respetuoso.
«Yo no reniego de mis 70 años, todo lo contrario»
–El sexo, el amor.
–Han sido generosos conmigo. Lo que sucede es que yo en mi familia no podía asumir mi homosexualidad de la noche a la mañana; también tuve ahí una lucha durante mucho tiempo. Pero, finalmente, mi propia capacidad de reflexión me sirvió para salir adelante, y tengo que decirle que durante unos años [década de los 80] disfruté de una Murcia que era, no sé si ahora lo sigue siendo, una ciudad libre, abierta, sexualmente gozosa. Yo en Murcia he sido muy feliz, incluso me compré una casa allí, algo que mi padre, tan cartagenero, no entendía. '¡Si los murcianos pudieran nos quitarían el puerto!', decía [risas]. He tenido en la vida muy buenos amigos y grandes amores.
Fuente de conflictos
–El deseo.
–Es fuente de conflictos [ríe], y a veces lo confundimos con el verdadero amor, que tiene mucho que ver con lo amistoso. El problema es que nosotros hemos aceptado, desde la época de los trovadores, la poesía petrarquista, etcétera, la idea del amor pasional como el verdadero amor, y eso es mentira. El amor pasional, que mal manejado puede ser destructivo, es como una gran borrachera que luego te deja hecho polvo. A mí me pasó, y escribí mi segundo libro, 'Con el cuerpo del deseo'. Yo estaba totalmente enganchado a un cuerpo, un cuerpo que me vampirizaba y me dejaba totalmente sin aliento. Es una experiencia que tiene mucha gente: el deseo por alguien te atrapa y no sabes cómo salir de ahí. Eso no es amor.
–¿Qué sí lo es?
–Hablo de eso en un poema sobre el amor conyugal que se llama 'La felicidad por las lentejas', que dedico a don Miguel de Unamuno. [Y recita un fragmento:] «Pensaba don Miguel, sentado ante su mesa de camilla: 'A veces el amor / es un fluir oculto, silencioso, / que empapa las raíces / sin que nos demos cuenta, / sin que le demos crédito / a que, de ese lugar de la paz y el confort, /pueda venir tanta alegría». Ya le digo, sin duda prefiero ese amor de brisa, de suave aliento y continuo en el silencio que, claro que sí, es mejor que el amor pasional, que no le quepa ninguna duda. Las ventoleras son eso, y además a mi edad resultarían algo totalmente disparatado.
–¿Qué no querría?
–Dedicarme a intentar ser un jovenzuelo, como hacen esos viejos empeñados en aparentar lo que ya no son haciendo disparates. Saber estar con tiempo es fundamental. Siempre me lo recuerda una imagen de Marguerite Yourcenar en la que aparece con esa cara suya llena de arrugas, pero al mismo tiempo tan luminosa, en la que cada una de ellas es una huella de lo que ha vivido. Yo no reniego de mis 70 años, todo lo contrario, por mucha melancolía y nostalgia, insisto, que encierre '21 odas de invierno'.
–¿Qué se plantea?
–Hay un poema 'Variaciones sobre un vaso roto', dedicado a Francisco Brines. [Lo recita:] «Retuerzo la cabeza lo que puedo, lo que me da de sí, / para alcanzar la gota que cae sobre mis labios del vaso ladeado y medio roto de la vida. / Disfrutar de ese resto y relamerme / es mi único objetivo en este día de sol, / un sol que templa el frío / en un invierno artrítico que cala hasta los huesos. / Quiero que no se escapen esas gotas. / Quiero paladearlas. Que es todo lo que queda: paladear esas últimas gotas de paisaje, fraternidad, amor. / Mientras sigue sonando la música del mundo en nuestras vidas. ¿Por cuánto tiempo aún?».
En tragos cortos
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Un sitio para tomar una cerveza. En mi terraza viendo el mar.
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Una canción. [Prefiere citar una sinfonía] Cuarta Sinfonía de Sibelius.
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Un libro para el verano. 'Quinientos epigramas griegos'. Varios autores. Edición bilingüe Luis Arturo Guichard.
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¿Qué consejo daría? Ya soy viejo para dar consejos.
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¿Le gustaría ser invisible? No.
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Su héroe o heroína de ficción. El gato Pumby.
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¿Qué le gustaría ser de mayor? Estudiante de composición musical.
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¿Tiene enemigos? Sí, pero no me los he buscado yo.
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¿Lo que más detesta? La imprudencia.
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Un baño ideal. El baño ideal sería en el Mar Menor que conocí de niño.
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Una copa. Güisqui.
–Ha quedado claro.
–Eso es lo que pretendo, lo que me planteo, «mientras sigue sonando la música del mundo en nuestras vidas».
–¿Y por cuánto tiempo aún?
–No me da miedo el final...; aunque me fui del mundo religioso institucional, soy un hombre profundamente religioso en el sentido de que soy un hombre espiritual. Tengo la sensación de que algo hay más allá, y la confianza de que como he sido buena gente, si en efecto hay algo, para mí será bueno.
–¿Qué no debemos dejar de leer?
–Las 'Cartas a Lucilio' de Séneca. Leerlas viene muy bien para apaciguar todas esas inquietudes que tenemos ahora en el mundo; es uno de los libros que más paz me han dado. Nunca me decepciona cuando vuelvo a él.
–¿Qué nos conviene aceptar?
–Hay unas palabras de Ortega que me resultan muy luminosas. Habla de que los españoles tenemos que aceptar nuestro centaurismo; de que por una parte tenemos que aceptar el aspecto racional, porque sino nos quedaríamos en la España mísera, terrible, de las supersticiones, de las magias y de toda esa cosa medieval; pero que, por otro lado, no deberíamos negar nuestro espíritu melancólico, irracional, imaginativo. Él decía que hay que unir esa fuerza africana imaginativa que tenemos con el pensamiento que viene de Alemania –Ortega era muy germánico [sonríe]–. Y creo que ahí está la clave, en no negar esa vitalidad tan nuestra, esa sangre caliente que siempre han admirado los demás, incluidos los románticos. Si eso lo supiésemos unir con un racionalismo europeo, sería estupendo.
–¿Quién tenía razón?
–[Luis] Cernuda cuando se refería a ese vicio tan español que es la envidia.
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