Una vida más

ALGO QUE DECIR ·

Lo que pasó, para bien o para mal, ya no existe, es historia, y no siempre es bueno tomar una lección de una desgracia inevitable

Aveces me da vértigo pensar que el 17 de diciembre del pasado año ha hecho veinticinco años que me acosté a la siesta en el ... sofá del salón de mi casa junto a la estufa encendida y que el siguiente recuerdo, vago, inconcreto y difuso, es el de una habitación del hospital de La Arrixaca donde permanecí casi un mes y medio al cuidado de un excelente equipo de profesionales de la medicina capitaneados por el mago de las neuronas, el doctor Juan Francisco Martínez Lage, a quien no solo le debo la vida, sino también, y lo que es más importante para mí, la posibilidad de escribir con cierto orden y tersura estas y otras palabras que se guardan en un puñado de libros.

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A mi lado estuvieron todos, por supuesto, mi esposa, mi madre y mi hermana, en una espera tensa y dramática en la que yo me dejé hacer, como no podía ser de otra manera, con la confianza plena de que aquel equipo sabría restañar mis heridas cerebrales, limpiar los estragos de un derrame inoportuno e imprevisto y cuidar hasta el último detalle de una cabeza que debía continuar con su humilde pero muy importante actividad intelectual. Entre otras cosas, porque era la mía, y con la vida y con la consciencia no se debe jugar.

Podría decir entonces que aquel ya remoto, por fortuna, diecisiete de diciembre volví a nacer. Alguno me ha dicho, incluso, que en mejor forma, como si las manos evangélicas y portentosas del doctor Martínez Lage hubieran obrado el milagro de regenerar y enriquecer mis conductos cerebrales, ese prodigio de la sinapsis gracias al cual igual descubrimos el fuego, la penicilina o la vacuna contra la Covid que escribimos 'El Quijote', 'La Regenta' o 'Alianza y condena'. Es posible también que algo de mi fortaleza de campesino del Noroeste tuviese que ver con aquel milagro y, desde luego, el amor y los cuidados de los míos.

De lo que estoy seguro es de que mereció la pena, que este último cuarto de siglo ha sido, sin duda, una segunda vida, otra oportunidad para enmendar los viejos errores y seguir en la brecha. En estos casos se dice que debemos aprender una lección de un hecho tan dramático como este, pero el ser humano, creo yo, no está aquí para aprender lecciones, sino para seguir viviendo y ser feliz a toda costa, para dejar atrás los peores recuerdos, los dolores de cabeza y de muelas, las rupturas sentimentales, los suspensos y los fracasos profesionales y mirar siempre en una sola dirección, en la que nos lleva el camino que no cesamos de andar cada día, porque en esa dirección se encuentran todos los triunfos, todos los amores y la mejor razón de nuestra existencia.

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Es verdad que de vez en cuando se para uno en mitad del trayecto, echa la vista atrás y revisa lo bueno y lo malo de unos años que no regresarán nunca, aunque es preferible evitar la trampa dulzona de la nostalgia y el morbo inútil y patético de las viejas atricciones, no regodearse nunca en una posible y ya pasada desdicha. Lo que pasó, para bien o para mal, ya no existe, es, por fortuna, historia, y no siempre merece tomar una lección de una desgracia inevitable a la que uno no puede poner remedio ya.

No digo que acabaré olvidando la fecha, porque parece improbable, pero lo adecuado sería dejar que pase ese día cada año como si fuera un día más, mientras celebramos de un modo inconsciente con todos los seres queridos la fiesta cotidiana y maravillosa de la salud y de la normalidad, sobre todo ahora que tenemos muchas esperanzas en alcanzar el final de un túnel todavía tenebroso.

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