Así que la vejez era esto

NADA ES LO QUE PARECE ·

¿Quién es capaz, cuando aún tiene un mínimo de aliento, de contar toda la verdad de los que fueron sus amigos?

Viernes, 12 de noviembre 2021, 01:16

Hace algún tiempo conté en uno de estos artículos que el escritor chileno Mauricio Wacquez, que murió hace un par de décadas y con el ... que tuve gran amistad hasta sus últimos días, disuadía a sus enemigos espetándoles –se ponía muy serio, como si representara el papel de un noble arruinado entre las ruinas de su inteligencia–: «¡En mis memorias nos veremos!». La frase, expresada con tanta prosopopeya y tras una deslumbrante actuación, cumplía su cometido y producía desconcierto y contrariedad en quienes se le enfrentaban por diversas causas: desde asuntos literarios hasta cuestiones económicas.

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Mauricio jamás escribió tales memorias. En todo caso, se conserva un pequeño cuaderno de tapas amarillas, que yo mismo pude ver cuando él vivía, de apenas treinta o cuarenta páginas. Una minucia para lo que podía haber salido de su boca.

En estos últimos años, ciertos escritores de renombre han sacado a la luz, de manera póstuma, unos textos o ciertas notas, un tanto desordenadas, «para unas memorias que nunca escribiré», como nos advertía Marsé en ese volumen en el que no deja títere con cabeza y en el que relata aquello que sólo expresaba cuando se cabreaba y ante un auditorio muy reducido, de amigos o allegados. Hay en esas páginas, al menos, una treintena de perjudicados, desde Baltasar Porcel y Juan Goytisolo, que fueron, a lo largo del tiempo, sus bestias negras, hasta el bueno de Miguel Delibes, que nunca hizo daño a nadie, que era manso como un cordero y hombre honesto y honrado a carta cabal.

Ahora, Rafael Chirbes, al que siempre consideré persona templada que, al menos durante el tiempo que yo lo traté, jamás puso a caldo a ninguno de sus contemporáneos, ha publicado, también de manera póstuma, unas memorias en donde, además de hablar de su labor como escritor, ajusta cuentas, tan tardíamente y de manera tan poco ortodoxa, con algunos escritores.

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Me pregunto si es legítimo, si es correcto o ético tal procedimiento. Es decir, tirar la piedra y esconder la mano, dejando para cuando uno ya no está en el mundo tales comentarios que, si bien se mira, podía haber publicado antes del fin para que los aludidos tuvieran una mínima posibilidad de defenderse. También me he parado a pensar, a propósito de este asunto, en qué sucedería si un escritor, un profesional o cualquier persona hablaran mal de quien ha muerto recientemente. La respuesta general, en tal caso, suele ser contundente: parece de poco estilo, de tener muy poca clase, machacar a quienes ya duermen el sueño de los justos y no tienen la menor oportunidad de réplica.

Las memorias póstumas son armas que también carga el diablo. Es cierto que al que las escribe y luego no responde de ellas porque ya no está entre los vivos, le importa un comino. Pero la imagen que deja para la posteridad no resulta demasiado edificante y, de algún modo, decepciona a muchos de sus seguidores y conocidos, que no se esperaban que, a última hora, cuando la Parca ha cumplido bien con su trabajo, salga el hombre por peteneras.

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Tampoco es menos cierto que escribir unas memorias y publicarlas cuando uno aún está vivo, tiene sus peligros: desde la respuesta inmediata y el desprecio de quienes son criticados y puestos como hoja de perejil, hasta los consiguientes pleitos, querellas y paseos por el juzgado, que nunca son agradables. Y, por otro lado, ¿quién es capaz, cuando aún tiene un mínimo de aliento, de contar toda la verdad y nada más que la verdad de los que fueron sus amigos, de sus compañeros de oficio, de todas aquellas mujeres a las que amó? Nadie. Absolutamente nadie.

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