La próxima llegada, a través de un túnel subterráneo, del ansiado AVE y del resto de trenes a la estación del Carmen va a modificar ... algunas viejas costumbres que se remontan a la noche de los tiempos. No hace tantos años, la vida de los que habitábamos no muy lejos de los raíles se regía por el ir y venir de estos monstruos que, cuando se pone el sol, con su único ojo, semejan a un moderno Polifemo que avanza, firme y seguro, a través de las tinieblas.
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Las horas se medían, no tanto por las agujas del reloj o por la rotación del sol, sino por el pitido de llegada o de salida de los trenes. Un sonido, que, en las horas nocturnas, multiplicaba su efecto y parecía una señal de alarma, como si algún dios, caprichoso y juguetón, nos estuviera avisando del inexorable paso del tiempo, y estuviera invitándonos a aprovechar el día, como sucede en aquel poema de Walt Whitman, titulado 'Carpe Diem', en homenaje, sin duda, a Horacio, en el que el extravagante escritor norteamericano nos invitaba, a través de sus versos majestuosos, a disfrutar del pánico que provoca tener la vida por delante.
El pulso de la vida se desarrolla ahora por pasajes subterráneos, por ese inframundo que con tanto detalle describió Dante en su 'Divina Comedia'. No hace tanto, la ciudad y la huerta cercana a Murcia se hallaba rodeada de acequias y brazales de aguas cristalinas cuyas superficies, poco a poco, han sido cegadas, reconducidas al abismo, como ríos subterráneos encauzados hacia el Hades, que es la morada de los muertos.
En muchas ciudades, sus habitantes solo emergen al final del día, asomando el rostro a la superficie, como el periscopio de un submarino que trata de avistar al enemigo. Así me sucedió en Toronto, durante un invierno de principios de los noventa, cuando la temperatura descendió hasta los veinte bajo cero. Toda actividad se desarrollaba bajo tierra. Allí estaban las tiendas, las oficinas, la universidad a la que yo asistía. Arriba, la nieve y el frío arreciaban en un paisaje solitario y desolador pintado de blanco, como si el género humano se hubiera extinguido de la Tierra.
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Recuerdo ahora algunas películas y algunos textos verdaderamente sobrecogedores en los que la acción transcurre entre túneles y pasadizos secretos, en los que los hombres aparecen con el rostro demacrado, como si definitivamente hubieran renunciado a luz y estuvieran en trance de convertirse en insectos guiados por el olfato y el instinto. Así sucede en uno de los capítulos de 'Sobre héroes y tumbas', titulado 'Informe sobre ciegos', que el argentino Ernesto Sabato escribió en 1961, con ese complot milenario de los invidentes, regido desde la Santa Sede de los Ciegos. Un descenso a los infiernos, con imágenes tenebrosas, con pasadizos en los que se siente un frío húmedo en la piel y uno cree estar solo en el mundo.
O en la película 'El tercer hombre', de 1949, cuando un soberbio Orson Welles, perseguido por unos soldados durante la II Guerra Mundial, se introduce en las cloacas de la ciudad de Viena, por donde transitan las aguas sucias y los bichos más repugnantes, mientras suena al fondo la cítara de Anton Karas.
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Los trenes guardan un definitivo y estremecedor silencio acorde con este nuevo mundo en el que la tecnología cercena, cada vez más, el contacto humano, condenándonos a vernos a través de la pantalla de un ordenador, de un teléfono móvil. Como si hubiéramos rehusado al sentido del tacto, que es el sentido de los moribundos en su última hora; a la piel contra la piel, en una sociedad que ha renunciado, por mor del progreso, a oír y ver pasar esos trenes entre cuyas vías crecen flores suicidas.
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