Dicen que en tiempos de guerra y de calamidad suelen amasarse las grandes fortunas porque el dinero no ha sido nunca inocente ni compasivo y ... ha abundado en los lugares donde también circulaban la sangre de los hombres y su sufrimiento; en ocasiones los grandes linajes estaban muy cerca del horror humano.
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Luis Medina, hijo del aristócrata Rafael Medina, acusado y condenado en su día por tráfico de drogas y corrupción de menores, se enfrenta ahora a la acusación de la Fiscalía Anticorrupción por la venta de material sanitario en mal estado al Ayuntamiento de Madrid.
Más allá del escándalo protagonizado por el soltero de oro de la 'jet set' española, pasto habitual de revistas y programas del mal llamado corazón, nos topamos con el misterio de la miseria humana, con un personaje que, muy lejos de ayudar, apoyar o compadecerse de los otros en los peores momentos que hemos vivido en las últimas décadas, durante esa terrible pandemia de la que todavía no hemos acabado de emerger, ha mostrado el cinismo y la desvergüenza, la desfachatez criminal y la perversidad homicida de abusar, engañar y robar el capital destinado a salvar las vidas de los enfermos, de los sanitarios y de todos los que han intervenido en esta guerra silenciosa y horrible, siempre presuntamente, por supuesto, al menos hasta que la sentencia no sea firme.
Supongo que son las reglas del juego, aunque nos pese a muchos y nos repugnen estas reglas, pues el beneficio económico se halla siempre en los momentos de necesidad extrema, cuando se dirimen las vidas a diario y el miedo nos atenaza con su veneno devastador. Porque tal vez es entonces cuando nos encontramos más cerca de nuestra propia podredumbre humana y de nuestra catadura moral y comprendemos de repente el asco que venimos experimentando desde antiguo por nosotros mismos.
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Han vertido muchas veces la sangre de los otros para llenarse los bolsillos, han usado la guerra y la muerte, el hambre, el frío y el terror para comerciar, han pisado los derechos de sus semejantes y han obtenido a cambio un botín hediondo, una recompensa podrida de la que siempre nos avergonzaremos.
Sacar partido de aquellas mascarillas tan necesarias del principio y que tanto escaseaban en 2020, el año del miedo, mientras médicos, enfermeros y auxiliares se protegían con bolsas de basura e iban engrosando inevitablemente las funestas listas de bajas debe parecernos ahora un crimen horrendo de lesa humanidad, semejante, creo yo, al de un crimen de guerra que se paga con la ignominia y con la propia vida.
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Aunque no soy partidario de la pena capital, ni del ojo por ojo, en ocasiones como esta en la que estamos inmersos, la duda me atenaza porque pienso durante unos minutos en los que ya no están con nosotros, en mi hija que es una enfermera valiente y esforzada, y me digo que la escoria humana ha sobrado siempre y que el planeta sería mejor sin toda esta gentuza de la que más vale apartarse para no contagiarnos de la epidemia más atroz, el desprecio por los demás y la avaricia.
Son momentos en los que pierdo la confianza en los otros y se me nubla la razón, como si descendiera por un tubo lóbrego que me permitiera al final la visión espantosa de la depravación humana y del terror.
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Entonces vuelvo la vista a los héroes con bata que tanto hemos aplaudido y jaleado en los últimos años y recupero el ánimo y la confianza.
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