Incendios: un recuerdo
«El monte estaba limpio, con menor peligro de propagación de pequeños focos de incendios, y los pinos crecían más rápidos y más rectos», recordaba mi abuelo en un artículo
En julio de 1994 tuvo lugar uno de los peores incendios de nuestra Región originado en las sierras de Moratalla, el cual terminó afectando a ... más de 30.000 hectáreas. Un año después, el 7 de octubre de 1995, mi abuelo, Antonio Lozano Alcaraz, moratallero de adopción tras haber casado con una vecina de este hermoso pueblo, Flora Teruel, escribía en este periódico un artículo con título 'El incendio del noroeste y el butano'. Este artículo, que todavía se puede leer en la excelente hemeroteca digital de LA VERDAD, nos sigue interpelando cuando vemos con tristeza y preocupación cómo arde nuestra Península.
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En aquel artículo mi abuelo recordaba lo diferente que era la vida cuando él llegó desde Murcia a la comarca del Noroeste: «El butano no se usaba domésticamente. Gran parte de la población vivía de y para el monte: las cocinas eran de leña; las estufas, además de ésta utilizaban las piñas y la concha; con leña funcionaban las pocas industrias existentes, tales como panaderías, yeseras, hornos de cal y tejas, etc. Era normal ver reatas de acémilas con leñeros que escardaban las ramas bajas de los pinos hasta aproximadamente los dos metros. Las personas que no poseían caballerizas iban al monte a recoger piñas y pequeñas ramas. Con todo ello el monte estaba limpio, con menor peligro de propagación de pequeños focos de incendios, y los pinos crecían más rápidos y más rectos. Si consideramos, por otra parte, los subproductos de la corta; cortezas y ramas, el descortezado, realizado en calveros, proporcionaba las cortezas o conchas que se utilizaban en el curtido del cuero, mientras que las ramas eran muy apreciadas para su uso como combustibles y como materia prima de los carboneros».
Sin embargo, frente a aquella realidad pasada, destacaba cómo en los noventa «cuando en un monte se realiza una corta, la corteza no interesa ya que los curtidos se efectúan químicamente. Lo mismo sucede con las ramas, cuyo peso puede ser mayor que el del propio tronco. Como a los madereros solo les importan comercialmente éstos, tras la corta quedan en el monte toneladas de ramas y cortezas a la espera de que cualquier fenómeno natural o descuido puedan producir la catástrofe». Y continuaba reflexionando: «Es evidente que la civilización prosigue y en su avance nos trajo el butano que acabó con el aprovechamiento doméstico del monte, en el que se podría establecer un antes y un después del butano. Pero ¿qué se ha hecho para sustituir las antiguas costumbres de la limpieza de los montes?».
Como vemos desde la dana, la ineptitud política y la polarización cortocircuitan la eficaz actuación pública
Una pregunta que sigue resonando con trágica viveza. Él, entonces, señalaba que no se había avanzado «prácticamente nada» y advertía cómo la limpieza de los montes debía ser considerada como una «cuestión medioambiental prioritaria, para expertos y para todos si no queremos dejar a las futuras generaciones un terreno desértico, erosionado y una sequedad total». Y apuntaba entre las posibles soluciones la imposición de obligaciones de limpieza después de las talas, exigiendo avales y estableciendo controles, pero también apostaba por «aprovechar el espíritu solidario» de los objetores de conciencia e incluso por ofrecer ayudas para incentivar que las personas en paro se sumaran a estas tareas.
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Treinta años después, ciertamente ha habido indudables mejoras. Por ejemplo, en la actualidad contamos con mejores medios para hacer frente a estas calamidades, empezando con la Unidad Militar de Emergencia. Además, desde 2015, existe una ley que regula el sistema nacional de protección civil que, entre otras normas, establece mecanismos de coordinación y colaboración. Sin embargo, como venimos acusando desde la dana hasta llegar ahora a los incendios, la ineptitud política y la polarización cortocircuitan la eficaz actuación pública.
También ha habido avances con la Ley 43/2003, de montes, que prevé que se elaboren planes de prevención y establece obligaciones a los titulares de montes. A pesar de ello, cabe dudar de que nuestros montes estén bien cuidados (igual que ocurre con los arroyos y ramblas, con el consiguiente peligro cuando llegan las crecidas por las tormentas). Se montan rutas verdes (y bien está), pero, ¿qué se hace con el resto del monte? ¿Los órganos con competencias ejecutan los planes e invierten lo suficiente? ¿Podrían hacer algo más los lugareños asfixiados ahora por exigencias burocráticas para cualquier intervención? Porque la impresión es que, como me decía una persona que ha vivido siempre en estas sierras del Noroeste, hoy, «ni hacen, ni nos dejan hacer».
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