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No existe mejor ni mayor herramienta de cooperación que la confianza. Entre compañeros o amigos; entre parejas o familias; también entre socios y entre sociedades. ... Confiar permite construir, avanzar y ser más que uno sólo, en todos los sentidos. Con confianza, podemos comprar a quien no conocíamos una casa; o compartir esa vivienda con alguien a quien sí conozcamos, creyendo en un futuro mejor. No se trata de honestidad, probidad u honor: cooperar es lo que nos permite ser más que nosotros mismos. Por eso, no importa que no fuera desinteresada la cooperación que impulsó y sostuvo la relación entre EE UU y Europa, en las mejores décadas que ha conocido en su Historia la humanidad. Importa que ese tiempo acaba de terminar, y estamos solos en un mundo para el que no nos hemos preparado.
La confianza real no es fácil de construir y, una vez erigida, es tan frágil que no siempre es posible rehacerla cuando se quiebra, pese al esfuerzo. Siempre exige un salto de fe, el riesgo de lo que importa, que no merece cualquier desconocido. Y, sin embargo, más allá del estrecho círculo de nuestros afectos, seguimos necesitando cooperar. Por eso, el Derecho sustituye la confianza por la certeza de la fuerza como elemento de cooperación: si aquel con quien pactamos nos defrauda, el Estado actuará. Si no nos entregan la vivienda, la Justicia les hará devolver los avales, o pagar indemnización. Dista mucho de ser un sistema perfecto, pero sirve para poder confiar en el Derecho lo suficiente como para que podamos avanzar como sociedad.
Este sistema funciona porque el Estado, en el monopolio de la fuerza, está por encima de toda disputa, y puede utilizar su poder para obligar a cumplir lo que se prometió. Por eso falló en los tiempos oscuros de edades pasadas, cuando prevalecía la ley del más fuerte. Por eso tampoco funciona en el ámbito internacional, pues no hay un poder por encima de los Estados capaz de obligarles a cumplir lo prometido. La confianza es aún más difícil y frágil allende las fronteras de nuestra jurisdicción, donde poco puede reclamar el traicionado. Y, sin embargo, cuando el más fuerte es también sagaz, pronto se percata de que la amenaza es una herramienta mucho menos eficaz que la cooperación. Está en su propio interés, como en el de todos, cultivar la confianza. Pero ya no es este tiempo de liderazgos preclaros ni de sociedades maduras. Se ha derruido la confianza de una era, y tardará otra en poder volverse a confiar.
Un Estado digno de confianza sabe que debe cumplir con aquello que comprometió a sus aliados más allá de las veleidades de sus líderes o hasta de las inconstantes opiniones de su pueblo. Si, además, es capaz de crear una finalidad común que eleve la colaboración a ideal que defender, puede construir un futuro. Así lo hizo EE UU durante mucho tiempo, guste o no. Ahora, ni siquiera sería correcto afirmar que Trump ha acabado con ello. Trump, en su evidente limitación intelectual, no es más que el síntoma más obvio de un problema mayor: una mayoría de estadounidenses aplauden la traición y el abandono a unos aliados que, como mucho, pueden ahora aspirar a ser mera coyuntura ventajosa, cuando no vasallos. EE UU no era así. No hace falta remontarse generaciones para encontrar bancadas de republicanos que se hubieran avergonzado de en lo que se ha convertido ahora su país. Pero ya no existen en el poder. Durante estos últimos ocho años se han completado las proscripciones de MAGA, purgando el partido de casi todo elemento desleal. Y, mientras, sus votantes lo celebran.
Europa ha aprovechado mucho a EE UU, pero también se ha aprovechado de la alianza. Pero ya, todo cuanto hoy se acuerde podrá ser roto mañana. Estamos solos. No cabe sino despertar, o languidecer postrados en la irrelevancia. Por supuesto que hace falta un poder suficiente como para disuadir a otros de usar la fuerza en nuestra contra. Confiar en la pacífica naturaleza de los vecinos belicosos sólo puede ser mentira o estupidez. Pero la defensa no es suficiente. Tendremos que confiar, cooperar y ser capaces de reconocernos mucho más iguales entre nosotros, saliendo de las cavernas de nuestras fronteras. Puede que no sea posible, y acabemos enterrados bajo montañas de buenas intenciones transmutadas en mera burocracia. Pero sólo queda intentarlo. Para hacerlo, no sirve sólo declararnos europeos y soñar con una política común mayor. Tenemos que confiar y cooperar en torno a lo que nos une. Y tenemos que hacerlo ya.
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