Apuntes desde la Bastilla

La soledad de Taha

Entre el buenismo político y el odio de los extremistas se extiende el desaliento de los millones de Tahas que crecen en la España del siglo XXI

Se lo digo a Taha muchas veces: te exigen ser el mejor, esforzarte el doble que los demás para cumplir lo moralmente establecido, poner la ... otra mejilla cuando te llaman moro de mierda por la calle, porque ellos te quieren agresivo, desean que la violencia de tus diecisiete años se derrame un día y explote. Taha nació en Tánger y llegó a España con diez años. Domina perfectamente el español. Conoce los entresijos de la cultura mejor que cualquier nativo. Sus compañeros lo adoran. Juega al fútbol en el equipo del pueblo. Sabe que buena parte de la sociedad, esa masa informe, no le perdonará nunca un error, que cualquier bache propio de la adolescencia será considerado mucho más que una trastada propia de un chaval, que si fuma es el moro que fuma, que si besa es el moro que besa a nuestras hijas. Se lo digo, que para vencer la estupidez de los demás debe de ser él mismo, pero cuidarse mucho, no dejarse vencer por el desaliento, no alimentar la rabia de los demás.

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Taha, en realidad, es un chico abandonado. No por su familia, que lo protege y le da una educación exquisita. La soledad de Taha proviene de varios frentes, hoy escenificados en Torre Pacheco. Esta ciudad de la Región de Murcia no es un caso aislado. Tal vez ahí encontremos el primer error de base a la hora de pensar qué esta pasando en nuestro país. La inmigración aporta más soluciones que problemas a la sociedad. Pero la inmigración descontrolada crea guetos, odios, fricciones que solamente pueden desembocar en un estallido social.

El primer abandono de Taha proviene del Estado. El Gobierno es una máquina de crear eslóganes vacíos. De prometer el paraíso multicultural en barrios donde a las mujeres se les obliga a llevar el velo. Núcleos poblacionales que viven de espaldas a la cultura, a la lengua, a la integración, tan necesaria para que la convivencia se imponga sobre cualquier tipo de racismo. Sin embargo, me cuesta encontrar alguna medida que sirva para mejorar la convivencia. La primera de ellas sería localizar a los delincuentes, hacer que el peso de la ley caiga sobre ellos, que no sea una prédica en el desierto la verdad absoluta de nuestra democracia: que aquí la ley está por encima de todo, que los derechos de igualdad y tolerancia priman en cada individuo, sin importar su procedencia.

Para ello hay que llamar a las cosas por su nombre. Y no es fácil. Por supuesto que no. Escribir esto me exhibe en una plaza pública tan acostumbrada a las inquisiciones que uno debe medir sus palabras. Pero los valores occidentales deben defenderse por encima de todo. En una sociedad moderna no se puede aceptar la marginación de inmigrantes vulnerables, no podemos asumir la radicalización de muchos jóvenes por su frustración ante un futuro incierto. Es inasumible combatir el machismo radicado en nuestras vidas y permitir que una niña de diez años lleve el velo por las calles de Torre Pacheco, de Madrid o de Sevilla.

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Ellos son las primeras víctimas, los inmigrantes que han venido buscando una nueva oportunidad, que han cruzado un mar o medio mundo para que sus hijos tengan educación y sanidad, para que el integrismo religioso no los someta. Y aquí el Estado les está fallando, porque se tapa los ojos ante un problema muy serio. Por eso hay que controlar la inmigración, hay que preocuparse de que dominen la lengua, de que encuentren un trabajo digno, de que se sientan identificados con los valores que han hecho de Europa una tierra de libertades.

La otra soledad de Taha viene de la mano de aquellos voceros que proclaman soluciones fáciles. Me refiero a los que gritan por la calle que hay que limpiar los barrios, que se debe expulsar a los inmigrantes ilegales del país, vaciar las ciudades para volver a españolizarlas. Los discursos xenófobos son los primeros en calar en una sociedad desorientada, hastiada de problemas y que no encuentra soluciones políticas. Pero los milagros no existen. Las escenas de cacerías 'al moro' avergüenzan a un país que ha sufrido en sus carnes la marcha de muchas de sus generaciones. Al fuego no se le combate con gasolina.

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Entre el buenismo político y el odio de los extremistas se extiende la soledad de Taha, de los millones de Tahas que crecen en la España del siglo XXI. Le pregunto que de dónde se siente, si se acuerda de las playas de Tánger. Sé que esa melancolía lo acompañará el resto de su vida. Aún estamos a tiempo de hacer que Taha crezca en un país en el que merece la pena vivir, un espacio de libertad donde se respeten los derechos humanos, donde todos seamos iguales, donde la ley rija el destino de las personas, sin importar su procedencia o su sexo. Un país donde se expulse a los que no acepten el principio occidental de libertad y que acoja como hermanos a los que lo han dejado todo buscando una segunda oportunidad. Merece la pena intentarlo. Por Taha. Por todos los Tahas que ya somos nosotros.

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