El primer baño
Apuntes desde la Bastilla ·
Bajo el océano, el silencio es absoluto. El frío crea nuevos espacios para el dolor. Siento un vértigo arcanoEstas líneas tendrían que hablar sobre 'Ripley' y la poderosa estética de la nueva serie de Netflix, que adapta la historia de Patricia Highsmith y ... la convierte en religión, pero Rosa Palo ya escribió sobre ella de forma extraordinaria. Me queda el mar, el consuelo de que, pasados unos días, sigo viviendo dentro de la serie, de sus tonos blanquinegros, de sus costas azotadas por las olas, la espuma colándose en los riscos de las rocas donde un día yo también quiero pasar las tardes a esperar a que el sol caiga, con sus horas completas sin nada más que hacer.
No nací rico y no llevo camino de serlo, así que las casas encaramadas a los acantilados y los cafés bajo la sombra de un jardín griego los disfruto como excepción. El verano pasado estuve una semana en Amalfi. Llevaba en mi memoria la novela de Hihgsmith, las ansias de vivir que se desbordan en cada página, allá donde siempre es verano, no existe la masificación y lo que uno encuentra en las plazas soleadas, en las callejuelas de adoquines, es una chica rubia, mona, dispuesta a dar y recibir amor, hasta acabar sus vacaciones y volver a Nueva York. Eso también es Mediterráneo, el placer sensual de las pequeñas cosas, el paseo vespertino antes del desayuno, la soledad de los pueblos muertos, un libro leído hasta la saciedad que recobra su aliento con el aroma del vermú. Todo reunido forma un título especial. Podemos llamarlo Amalfi. Apenas unos nombres circulares que suenan a carretera con curvas y marisco. Atrani. Positano. Ravello. Praiano.
No escribo desde Italia, no. Pero estas líneas ya huelen a verano. Ha llegado el domingo por la mañana y tengo los ojos llenos de mar. El invierno no termina de morir hasta que uno no se moja los pies con la marea, siente ese cuchillo resbalando por la piel, el primer impacto del agua helada que, como el encuentro con la persona que se ama, nunca se olvida. He dejado pasar unos meses hasta que he contado mayo en el calendario. Estoy preparado para el ritual, para exponer mi cuerpo al sol y mis pies a la arena, despojarme de las ropas que me convierten en articulista y zambullirme despacio, con miedo, sobre unas aguas que no nacieron mías pero que poco a poco están ganando el espacio de mis veranos. Y eso, queridos lectores, es mucho decir, porque yo, sobre todo, soy un nostálgico del verano.
No es el Mediterráneo, y mira que lo siento en el alma, porque para mí no es un mar, sino una patria, el lugar en el que viven mis padres en eterna juventud, mis abuelos con sus dolores de espalda y sus problemas de circulación, mi hermano con la plenitud de sus diecisiete años y aquellos amores que nunca fueron, y por eso no se olvidan. Sevilla me obliga a dirigirme hacia el oeste, casi en Portugal, con un Atlántico imperioso, tan magnánimo que da miedo mirarlo. Aquí no hay pequeños rincones donde habite un verso homérico. La belleza se alcanza por la magnitud, por la desbordante sensación de que el azul desborda los sentidos. Todo es más intenso. El frío duerme la piel. El sol abrasa los hombros. La sal enrojece las heridas. El viento arrastra aromas americanos. Las páginas de los libros se adhieren a los ojos.
Primera vez del año, en una playa donde de nada sirven las sombrillas, porque el sol vence donde el hombre intenta ocultarse. La marea está baja. Una multitud de caracolas forman la geografía en la que me sumerjo. El agua está intratable, pero soy un Ripley de acento murciano que no sabe ni falsificar la sintaxis frente a sus alumnos. Pienso que en las playas de mi niñez ya estaría nadando, pero el Atlántico es diferente. Aquí, para bañarse, uno debe haber quemado Troya. Yo la tengo siempre presente. Conozco sus muros. Los he leído cientos de veces. Los he imaginado con desesperación y los persigo donde quiera que esté. Pero este mar helado es una prueba mayor que el tapial sobre el que penetra la lanza de Aquiles. Es el primer baño del año, me digo. Si quiero que el invierno muera, debo sumergirme. Está escrito. Es el ciclo de la vida. Así se cumple el tiempo.
Y me venzo. Bajo el océano, el silencio es absoluto. El frío crea nuevos espacios para el dolor. Siento un vértigo arcano. Bajo el agua, no existe nada, solamente yo. Y eso me produce pavor. No quiero estar solo en el mundo, soportando todo el agua del planeta. Soy Atlas y mi condena dura tanto como mi cabeza esté sumergida. No hay gritos. No hay problemas. No hay calendario. No hay tiempo. No hay fuera y dentro. Solo estoy yo, bajo el agua. Un agua azul que lame las heridas del alma. Antes de volver con vosotros, conteniendo la respiración, cierro los ojos con fuerza. Aún tengo oxígeno para entrar en Troya.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión