Aprincipios de semana acudí a un festival de cine dirigido por mujeres para ver 'A los libros y a las mujeres canto', de María Elorza. ... Suelo esquivar las etiquetas en el arte, pero el título de la historia me resultó conmovedor. Un Virgilio actualizado, pacificado, sin perder su punto heroico. Si el poeta latino cantaba a las armas y al hombre, Elorza retuerce el «arma virumque cano» y lo hace suyo. Lo convierte en humano, podríamos decir. El resultado es una historia conmovedora, de amor a una madre y a una biblioteca, al pasado escrito en una librería.
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La película se inicia con una casi tragedia. La estantería de la biblioteca materna no soporta el peso de décadas de lecturas y cede. Justo debajo, ojeando los títulos, se encontraba la dueña, víctima de su propio saber. Las lejas fueron cediendo una a una hasta colapsar del todo. Una montaña de libros atrapa a la mujer que ha ido comprando todos y cada uno de los ejemplares, una vida diferida al papel que amenaza con conducir a la muerte de su propietaria. Al final, la desgracia se pospuso y se quedó en susto. Un dedo roto y el 'Inferno' de Dante partido por la mitad. El peso de la literatura universal sobre nueve círculos del inframundo.
Me quedé bastante consternado por la idea que transmite la película. Me aterra la visión de la muerte y una de las putadas de hacerse viejo, hasta el punto de ser un estorbo para los demás, consiste en no tener la suficiente autonomía para leer. De entre todas las disminuciones sensitivas, la que me obsesiona es esa. Perder la capacidad lectora. Convertir mis días en un largo día, sin los estímulos que me producen los libros, mundos abiertos en constante evolución. A través de la lectura sé que no estoy del todo solo en este espacio prestado de existencia, que siempre hay una segunda oportunidad sobre la tierra, que el pasado puede renacer con más fuerza que la perspectiva del futuro. Algunos lectores me tacharán de romántico o cursi, pero aún nos va quedando libertad para pecar de nuestras propias frivolidades, y uno también querría elegir las carencias del futuro.
Morir aplastado por tus propios libros era una variante que nunca había contemplado. Siempre he imaginado una enfermedad atroz, que va mellando el cuerpo imperfecto que se nos ha dado, o una muerte repentina por culpa del exceso de velocidad en carretera. Todas muertes banales, repetidas millones de veces en las necrológicas de los periódicos, pero morir por el peso de la tinta es del todo original. Claro que hasta en este aspecto hay grados. No es lo mismo que te sepulte una enciclopedia en desuso, que lleva décadas sin ser abierta, a que te aplasten las obras completas de Molière, que te dé en la frente 'La montaña mágica' de Thomas Mann o, qué sé yo, que te asfixien las páginas de un Javier Marías cuya lectura extraño como si fuese un familiar propio.
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La película de Elorza me obligó a preguntarme también si todas las personas que conozco son candidatas a morir aplastadas por su biblioteca. Sé del caso de varios amigos cuyas librerías podían sepultar no solamente a un individuo, sino a toda una generación. Hablaríamos de la generación perdida a causa del exceso de libros. ¿Quién no le ha deseado al enemigo que una pila de libros se desmorone frente a su maldad? Sé de gente también cuyas bibliotecas no causarían más mal que un simple esguince, acaso una fisura en un dedo del pie. Esto, a priori, no es peyorativo. Siempre es mejor esquivar una manera de morir, que es de lo que se trata en la vida.
Bibliotecas y muerte, al final, están unidas en un mismo punto infinito, como recuerda Borges. Me gustaría pensar que al final del camino hay una biblioteca enorme, con libros que cuenten mi vida, lo que los demás han vivido conmigo, los relatos de todos y cada uno de las personas que me he cruzado alguna vez. Algo así como Gargantúa, el agujero negro de 'Interstellar' en el que el astronauta Cooper entra, una materia oscura y confusa formada de libros que algún día se leyeron y otros que quedaron en simple aspiración.
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Sí, a mí me gustaría también cantar a los libros y a los hombres y mujeres, claro, que van conformando mi biblioteca personal, esas historias que me han traído hasta aquí, a este periódico, a estas líneas, a su café y el tacto del papel, como un náufrago huido de Troya, hasta las playas de Murcia, a las que fui arrojado y en donde aprendí a escribir, donde se han ido componiendo, estante a estante, filas de páginas, ordenadas según el registro de una vida. Tal vez así será más dulce el peso de los libros cayendo sobre uno mismo.
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