Elogio de septiembre
Apuntes desde la Bastilla ·
Es el mes de las cuentas pendientes, de enfrentarse a la biblioteca personal y observar, uno a uno, todos los fracasos lectores del añoPara algunos, el final del verano es similar a la caída del Imperio Romano. Alejarse de las playas y de los paseos marítimos los arranca ... de una felicidad labrada durante todo el año, de sol a sol, a las espaldas de un horario que los convierte en hormigas, cuando la aspiración de todo ser humano es vivir en la plenitud de las cigarras. Septiembre es la vuelta a la cotidianidad pautada, al callejón sin salida de los trabajos, los atascos, la voz del jefe, la lista de correos en cola y el simulacro del fin de semana como ensoñación de un futuro verano. El mes de las promesas incumplidas, cuando el cielo anuncia fresco pero el calor se pega a nuestro cuerpo, inmisericorde, queriendo ser un julio de tardes más cortas. Es el mes de las lluvias torrenciales, como si el agua estuviese ansiosa por volver a las aceras y a los paraguas olvidados, esas trombas demasiado fatigosas, inoportunas para nuestros pasos, tan poco acostumbrados a los charcos. A septiembre se le recibe, en definitiva, con un pie puesto en la melancolía y otro en el desastre de los nuevos comienzos.
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Pero a Roma la saquearon y no hay bárbaro que pueda con ella. La vida de los seres humanos se mide en espacios abstractos que elevan a septiembre como los comienzos. Este mes tiene el privilegio de ser un enero sin frío ni atracones navideños, con el espíritu y el cuerpo en plenitud, después de dos meses de piscina, playas y montaña. A septiembre se llega relajado, con la moral por las nubes, a pesar del primer impacto, de ese lunes en el que el despertador truena la conciencia y nos grita, como parias de la tierra, que ha llegado el momento de levantarse. Es un dolor que amortigua los futuros dolores del año, que aclimata nuestro ser para los laberintos de octubre y noviembre. Septiembre es un pórtico de escultura románica. No engaña. Anuncia sin desvelar. Le da sentido al calendario y al esfuerzo. Nos recuerda que, tras dos meses de inmortalidad estival, somos meros hombres.
Mi septiembre ha comenzado con la doble cuota del gimnasio recién pagada, con la voluntad de no llevarme el grito de los estudiantes dentro de casa ni extender el hartazgo de la política fuera de ella. Estos días siento que me reconcilio con mi hogar, después de dos meses de abandono peregrinando entre el apartamento de mis suegros y la dacha de mis padres, viajes por Italia y España que han prolongado mi cenicienta idea de estudiante eterno, como si las facturas e hipotecas por pagar no estuviesen encima de la mesa cuando volviese. Y volví. Septiembre es volver, claro, al vértigo de los números, de las compras en Mercadona sin posibilidad de poner la piña boca abajo, porque los hombres casados miramos, pero no tocamos. A los paseos por el río para reducir los kilos de las barbacoas de agosto. Un espejismo de dieta y línea que destruirá diciembre a base de dulces y derroches. Ese es el equilibrio de este mes sin par. Una tabla de madera en el mar tras un naufragio. Lo que queremos ser y nunca seremos. Lo que deseamos en la vida y no nos alcanza. En septiembre creemos que todo es posible. Ya llegará octubre para poner la realidad en su sitio
También es el mes de las cuentas pendientes, de enfrentarse a la biblioteca personal y observar, uno a uno, todos los fracasos lectores del año. Aquel libro que compré en febrero, o en la feria del libro de Madrid en junio, esos tochos que huelen a ciudad quemada de Tolstoi, a miseria de Victor Hugo, a condados de Montecristo en Dumas, esos volúmenes engordados por las generaciones y que dejamos para verano, ahora me miran y me reprochan que, otro año más no serán manoseados por estas manos que escriben, medio culpables, medio aliviadas, porque no hay mejor sensación que comenzar a leer un clásico. Un placer que, cuando se lee, se volatiliza. En septiembre, para engordar la losa bibliófila, las editoriales sacan a la venta su catálogo, los pesos pesados de las letras, y así generar más deuda en la cuenta corriente y agrandar las estanterías de libros que nunca leeré, porque en septiembre todo está permitido.
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Es el mes del quizá, del a lo mejor, la treintena de las promesas perdidas. Todo está permitido en septiembre, querido amigo, incluso los artículos que se vanaglorian de un mes que comienza con dolor de espalda pero que siempre finaliza con la melancolía de un sol cansado, como dijo nuestro Castillo Navarro. Después de septiembre solo hay maratones de mediocridad. Los días iguales, como gotas, uno tras otro. Antes de septiembre la vida valió la pena. Ese recuerdo se conserva. No duele. Se celebra.
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