La Cartagena murciana
Apuntes desde la Bastilla ·
Cartagena ha posado su nombre en el tapete de la geografía como un eco que sigue hablando de esta ciudad del sur de EspañaNo sé si salí indemne de la pregunta que me hizo José Francisco López Martínez la semana pasada en Cartagena. Yo acudí a la ciudad ... a presentar mi libro con un extraña sensación de volver a casa, aunque nunca he vivido allí. Abrió un ejemplar por la página señalada y mirándome de soslayo, me lanzó a los leones. «¿Qué es esto de hablar de mi ciudad como la Cartagena murciana?». Entre el rumor del público y las voces que empezaban a sonar escandalizadas, solamente pude improvisar una medio sonrisa y salir al paso con una respuesta que, aunque sonase apresurada, tenía mucha reflexión detrás.
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En efecto, apellidé a Cartagena con el gentilicio de 'murciana' no por una cuestión política ni histórica. Siempre he mirado las polémicas territoriales entre la capital y el cantón con bastante frialdad y lejanía. Imagínese usted, querido lector de periódicos, habiendo nacido yo en Lorca, qué tengo que añadir a un debate que excluye inexorablemente a la tercera ciudad de la Región, y que incluso nos trata, a veces, como andaluces, más que como habitantes de pleno de derecho del antaño Reino de Murcia. No hay intención polemista en mis palabras, sino una vocación universal de hacer constar que el lugar de Cartagena en el mundo está tan extendido que es necesario una puntualización, aunque esta se asocie con Murcia.
No todas las ciudades del mundo cuentan con más de setenta réplicas en la toponimia de los mapas. Del Caribe colombiano hasta el Pacífico filipino, Cartagena ha posado su nombre en el tapete de la geografía como un eco que sigue hablando de esta ciudad del sur de España, antaño tan requerida por la historia y hoy alejada del primer foco. Para alguien que mira las ciudades más por su pasado que por su futuro, es un privilegio haber nacido a menos de una hora en coche de esas calles que, por ejemplo, vivieron el desembarco de toda una escuadra cartaginesa, en los tiempos en los que el Mediterráneo se dirimía entre romanos y los hijos de la reina Dido.
A esa púnica maldición, como la llamaron Virgilio y Robert Graves, le destinó la historia una ciudad nacida por temor y odio a la metrópoli. La Qart Hadasht que fundara Asdrúbal serviría como punta de lanza para desafiar al senado de Roma. Como en un juego de espejos o de muñecas rusas, me gusta pensar en Cartagena como el reflejo difuminado de un pequeño haz de luz nacido en Tiro, la capital de Fenicia, que se fue irradiando hasta fundar Cartago, en las costas cercanas a Sicilia, pero africanas, para después multiplicarse hacia la península ibérica y, con el paso de los siglos, insondables, babélicos, llegar a una ensenada del Caribe. La historia corre por el nombre de Cartagena y deja su hueco en la tierra y en los libros. Como en los posos del café invertidos, cuando uno camina por el paseo marítimo o por el Arsenal está leyendo el pasado, no de la ciudad, sino de muchas ciudades al mismo tiempo, unidas por un cordón umbilical en donde se mezclan fenicios, cartagineses, romanos, castellanos e incluso un fabulador extraordinario como García Márquez.
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Por supuesto que la respuesta que le ofrecí al público de Cartagena fue más torpe que estas líneas. Tal vez no dije que la ciudad es un balcón abierto al Mediterráneo, que hace apenas unas semanas paseé por Alejandría, tan distantes las dos, tan diferentes, pero ambas representan un naufragio: el de haber sido protagonistas de la cronología y comprobar que el pasado ya es ininteligible en ellas. Y esa es la gran pena de la ciudad, que su nombre evoca a Escipión, a Diocleciano, a un Cervantes herido en el orgullo y olvidado, que volvía al hogar tras años de guerras y cautiverio, pero pocos rincones testimonian que la historia pasó por ahí. Dije, lo recuerdo, que la ciudad adquirió siempre un semblante de despedida. Desde su puerto partieron las naves de un destierro despiadado, el de los sefardíes en 1492. También el de los moriscos, que lloraban las huertas que había trabajado durante siglos y que nunca más tocarían con sus manos. Cartagena fue la última humillación marítima para un rey, Alfonso XIII, en una marcha confundida y temerosa de que le sucediese lo mismo que al Zar Nicolás II, años antes en Rusia.
Por eso mantengo la palabra escrita y no me arrepiento de haber tildado a Cartagena como murciana. Esto no quita ni un ápice de importancia a la dilata historia de la ciudad, que ya existía y protagonizaba la vida de los hombres cuando París, Londres o Estambul eran abrevaderos para pastores despistados. Al revés, la sitúa en el presente, sin olvidar que en el pasado, cientos de elefantes partieron de allí para quemar Roma, el centro del mundo.
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