Auster en Luxemburgo
Apuntes desde la Bastilla ·
Yo tenía veintiún años cuando me encontré a Paul Auster en el Jardín de Luxemburgo. Era una mañana no tan fría para ser invierno. ... Había dejado de llover y paseaba con unos amigos al salir de la Universidad. De Gay Lussac al parque había apenas unos cientos de metros. Un camino donde solíamos encontrar a gente variopinta, escritores consagrados y algún fantasma de lo que fue la Francia culta de los años sesenta. Pero en aquella ocasión, les juro que lo vi, de frente. Era él. Me crucé con Paul Auster en pleno invierno parisino, siendo yo nadie y él ya el mejor escritor de lengua inglesa.
Había terminado de leer Invisible. Aquel libro lo tenía todo para los que queríamos llegar a ser escritores algún día. Al menos, los que queríamos escribir a la manera de Auster. Lo leía con hambre. Me quemaba las pestañas por la noche en la lámpara, devorando párrafos, memorizando frases e imitando vidas escritas por él. El mundo podía ser como una novela. Un tipo que lo deja todo en Nueva York para ir hasta el sur de Francia a buscar las pistas de un poeta provenzal. La literatura como forma de vida. Como método para sobrevivir al presente. Rescatar el pasado, por muy medieval que sea, como única salida posible. Eso me decía Invisible y eso le quise decir aquella mañana de invierno en la que me encontré a Paul Auster en el jardín de Luxemburgo.
Pero no lo hice. Llevaba un abrigo marrón largo. Unas gafas de sol y un sombrero de tela. Parecía un espantapájaros. Era muy alto. Un árbol transformado en ser humano, pisando las hojas que llevaban semanas caídas sobre la arena, con la cúpula del Panteón al fondo, los surtidores de agua a punto de congelarse y una sucursal de la estatua de la Libertad de Nueva York en miniatura. Luxemburgo siempre fue un parque muy newyorkino. Lo digo yo que nunca he estado en Nueva York. Tampoco se lo dije en esa ocasión. Pero lo reconocí entre toda la gente que paseaba aquella mañana. Y el supo que lo había reconocido. Intentó sortear la dialéctica del fan. El saludo y las gracias por las noches de lectura. Pero no pudo. Me enfrenté al pudor y lo dejé sin camino.
Descubrí a Paul Auster en la biblioteca de mi hermano. Esos ejemplares de Anagrama de la trilogía de Nueva York han sufrido espoleo y ahora habitan en la mía, sin que Julio lo sepa, aunque tal vez lo sospeche. Empecé con La ciudad de cristal. Un hombre que busca y que es buscado al mismo tiempo. Un Quijote que pasea por los reflejos de vidrio de la ciudad. La locura y la genialidad sentadas en la misma estación de metro. Esa escritura era distinta a las demás. Nunca había leído algo así. Desacomplejada. Sin límite físicos y racionales. No hablaba un personaje, sino los traumas y pensamientos más elementales de un hombre que sufre. La literatura de Auster trasciende el problema humano. Desnuda la psique. Habla de mundo oníricos que están presentes en nuestros días. La psicosis de lo cotidiano. El fracaso de la normalidad. Y yo acababa de entrar en la Universidad y estaba acostumbrado a lo decimonónico, al narrador omnisciente y a las perdices al final del relato.
Tampoco le dije eso en Luxemburgo, aunque él ya se había parado ante mi abordaje. Descubrí un hombre tímido que no tenía ganas de hablar con desconocidos. Me miró a través de sus gafas oscuras. El día estaba para llover de nuevo. En cualquier momento. Pero me sentía feliz. Protagonista de una novela. Uno no se encuentra a Paul Auster todos los días caminando por Luxemburgo. Yo había venido a París para vivir días como esos. Se desdoblaba el mundo. Las cosas sucedían por arte de azar. Lo raro se volvía normal y Auster me iba a invitar a un café para charlar sobre cómo era la vida parisina con veinte años y cómo era la vida newyorkina con sesenta.
Pero nada de eso sucedió, porque Auster, como he dicho, no escribe novelas decimonónicas. Simplemente le di las gracias por todo. Un «thank you» escueto y sincero, con un acento de mierda pero lo suficientemente explícito como para que se me entendiera. Auster se detuvo. Pisó las hojas muertas, distintas a las de Brooklyn pero también bonitas. Se quitó el sombrero y me hizo una reverencia. Eso fue todo. Él siguió su camino y a mí no me hizo falta un café con Auster para saber que aquello había podido ser un capítulo más de Invisible. Me pasé el día buscando al poeta provenzal por Luxemburgo, sabiendo que jamás volvería a cruzarme con el escritor. Ahora han pasado quince años de aquel encuentro fugitivo.
Me despierto en otra mañana lluviosa, la de hoy, pero muy lejos de Luxemburgo. Leo en las noticias que Auster ha muerto y busco los libros robados a mi hermano para rescatar en sus páginas algo de aquel día. Y aunque la brillantez que percibía antaño brilla menos tras quince años (con sus lecturas y silencios), hoy quiero vivir un poco en ese paseo ajardinado, de surtidores a punto de congelarse, de hojas muertas, en el que Paul Auster, dios menor de los mundos oníricos, me hizo una reverencia con el sombrero de invierno, como si fuéramos personajes de una novela aún no escrita. Ese día que casi nos tomamos un café.
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