Formas modernas de la vigilancia
Móviles y ordenadores escuchan nuestras conversaciones y nos fotografían, tanto que va haciéndose recomendable tapar con esparadrapo el ojo de esos aparatos
Al parecer, disfrutamos de cierta libertad. Me refiero a que, al menos en Occidente, podemos movernos sin restricciones, expresar lo que queramos, hasta cierto punto, ... y elegir (pero solo entre las ofertas que nos brinda un Mercado globalizado y dirigido por unas cuantas empresas multinacionales). Solo la libertad casi absoluta a la que podemos aspirar es la de pensamiento (aunque dentro de poco, la inteligencia artificial entrará a manipular nuestro cerebro). Y digo 'al parecer' porque a lo que llamamos libertad se le imponen excesivas restricciones que empañan bastante la limpieza y amplitud que debe poseer ese derecho.
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En los regímenes dictatoriales vigilan a los ciudadanos las fuerzas del Estado por medio de sus servicios de inteligencia, un eufemismo para ocultar lo que, en realidad, son agencias de espionaje. En el mundo capitalista nos espían, en cambio, corporaciones multinacionales que están por encima de los Estados y escapan a su control. Son empresas que pagan pocos o ningunos impuestos porque residen en paraísos fiscales, lo que en román paladino se llama, pero solo aplicado a los ciudadanos de a pie, evasión de impuestos. Suelen ser opacas ante las leyes, pues no cumplen muchas de las obligaciones laborales con sus empleados de base; sus dirigentes son poco o escasamente conocidos, por lo que eluden reclamaciones, castigos y se libran de la rendición de cuentas... Intente usted denunciar a Elon Musk por cualquier fechoría que le haga su empresa X (antes Twitter).
Nos conculcan el derecho a la libertad con una vigilancia anómala que, so pretexto de protegernos de inciertos peligros, nos mantiene como pájaros presos en una jaula, con libertad de movimientos pero sin posibilidad de escapar. Para ello, nos alimentan y entretienen con lo más rastrero de la sociedad de consumo y lo más burdo del hedonismo y la distracción. A veces tengo la impresión de que vivimos en granjas, o en jaulas doradas, o en lugares de reclusión cuyos barrotes existen, aunque parezcan invisibles.
La vigilancia se impone desde muy diversos e impensados lugares. Por ejemplo, desde los bancos, porque el Estado y el Sistema nos obligan a que la mayoría de operaciones monetarias pase por ellos. Abrir una cuenta en cualquiera de sus entidades significa que hemos de entregarles unos pocos datos, pero en el mucho trasiego de nuestros dineros, incluso cuando sean escasos, se obtienen informaciones que ni siquiera los más allegados conocen. Hagan un somero ejercicio de memoria y recuerden cuántas transacciones realizan a través de ellos: depósitos monetarios, transmisiones de herencias, pagos a ayuntamientos, profesionales, organizaciones, colegios, pensiones a cónyuges e hijos en casos de divorcio y separaciones, cuotas a partidos políticos, oenegés, equipos de fútbol, desembolsos a fontaneros y albañiles. Para evitar confusiones, cuando hablo de los bancos me refiero a la superestructura y no a sus eficientes y respetables empleados.
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Al 'tirar de tarjeta' en las gasolineras quedan registrados los kilómetros recorridos, datos que, cruzados con algunas aplicaciones del móvil, informan sobre dónde hemos viajado y con quién. ¿No resulta insufrible?
Saben, pues, con precisión el estado civil, nuestro ideario religioso, qué consumimos, el monto de nuestras posesiones, a quiénes votamos, e incluso (¡Señor, Señor!) a dónde iremos a parar, si al infierno o al paraíso. Cuando echamos a rodar por casa un robot aspirador con conexión wifi, el aparato puede recoger información sobre sus dimensiones, las horas de entrada y salida, si somos de trasnochar o madrugadores, quién nos visita, qué hablamos, qué emisoras y qué música sintonizamos... Y, si una empresa alemana fue capaz de camuflar durante años en el ordenador de sus automóviles –por lo que fue sancionada en EE UU y Europa– un modificador tramposo que en las revisiones marcaba menos emisiones de gas a la atmósfera que las reales, qué no podrá hacerse con nuestros datos cuando enchufamos el móvil a la batería del coche para recargarlo.
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En los ordenadores de las farmacias, tan necesarias para todos, pero especialmente para quienes tienen cierta edad, se conoce qué enfermedades padecen los usuarios, a tenor de los medicamentos adquiridos. Las cámaras que nos vigilan desde cada esquina y la puerta de hoteles y comercios, desde la entrada en hospitales y edificios públicos desnudan nuestros itinerarios, en qué compañía andamos y otros cientos de datos. Móviles y ordenadores escuchan nuestras conversaciones y nos fotografían, tanto que va haciéndose recomendable tapar con esparadrapo el ojo de esos aparatos. ¿No les ha ocurrido hablar con familiares y amigos sobre un asunto concreto y recibir de inmediato ofertas en el móvil o el ordenador?
El cruce y unificación de tan ingente cantidad de datos dispersos ofrece una precisa radiografía de la población, datos que un día pueden utilizarse contra nosotros. A eso se le llamaba antiguamente totalitarismo y dictadura. ¿De qué manera podríamos ponerle remedio?
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