Papá

TIRANDO A DAR ·

Jamás en aquella casa se habló de la posibilidad de que aquel niño de fuego no fuera tan sangre de su sangre como lo era él mismo

«Siempre supe que yo no era su padre», me dijo mientras soplaba la taza de café intentando hacer tiempo entre sus palabras más que ... pretender enfriarlo.

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Prefirió hacer oídos sordos a los rumores —malsanos cantos de sirenas— que le llegaban desde diferentes frentes durante tanto tiempo. Había tristeza en sus palabras. Confió en ella hasta el último momento. Justo hasta el momento en que le depositaron en sus brazos al bebé más bonito que jamás había visto. Justo en ese momento en el que se acercó a su rostro aquella bolita oliendo todavía a sangre y a vida. Tan tierno y tan pelirrojo. Con aquella pelusilla naranja y abundante en su cabecita. Como un melocotoncito apetecible. Tan igual..., tan igual al jefe de su mujer. Y tan lejos del moreno aceituna de él y de su mujer.

El choque de sentimientos duró poco. Apenas el tiempo de un cruce de miradas entre él y la madre del recién nacido. Ella no le mantuvo la mirada, y a él se le rompió el corazón. Pero por su parte estaba todo dicho, ese niño sería su hijo. Y así lo mostró a padres y suegros. Su madre no quiso tomar al niño, tan solo dejó rodar algunas lágrimas mientras pronunciaba «hijo...». Su suegra insistía una y otra vez en el gran parecido del niño con él, salvo por el color de pelo. Resultaba curioso contar con un pelirrojillo en la familia, aunque ella recordaba decir a su abuela que alguna vez los hubo. Los ojos de su madre llenos de incomprensión lo decían todo, pero él respiró profundamente, sacó pecho y, sonriendo, fue mostrando orgulloso a su hijo al resto de la familia y a cuantos curiosos se acercaban a corroborar las sospechas mantenidas durante muchos meses. «Se va a llamar Pablo, la quinta generación de Pablos».

Se abrazó a su cuello mientras le pedía que se fuera a la cama con él y le contara otro cuento

Lo alimentó en sus primeros biberones y más tarde papillas, cambió sus pañales, lo llevó de paseo, le enseñó a jugar a la pelota, a montar en bicicleta, le recriminó lo que no estaba bien. Lo amó y lo educó como el mejor padre puede hacer.

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Y jamás en aquella casa se habló de posibilidad alguna de que aquel niño de fuego no fuera tan sangre de su sangre como lo era él mismo.

Durante siete años su mujer vivió entregada a su hogar, a su familia y a su profesión. Él nunca le pidió que cambiara de trabajo, qué sentido tendría. Si quería seguir engañándolo lo haría desde cualquier lugar, así que siguió, una vez más, confiando en ella, ajeno a cualquier sonrisilla maliciosa o a reproches y advertencias de los más allegados.

Sus padres se dejaron vencer por la ternura que despertaba aquella criatura que mostraba una debilidad especial por los abuelos paternos, como si algo dentro de él le avisara de tener que ganarse con más ahínco un lugar en su corazón.

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Pero, como muy bien supo siempre él, en el corazón no se manda. Y el de su mujer andaba demasiado ocupado con el pelirrojo del jefe como para dejar algún espacio a su marido.

No es que pensara que las cosas deberían ser para siempre. Simplemente, miraba a sus padres y esperaba que las cosas fueran igual para él. Por qué no abrigar la idea de tener una familia unida y duradera. Amaba a su mujer, se lo había demostrado en cuantas ocasiones había tenido. Jamás le había hecho el más leve reproche y pensaba que eran felices.

Quizá por eso le dolió más. Por eso, y por la manera de ella de plantearlo. No le dijo que había dejado de amarlo, o que lo mejor sería que se separaran o cualesquiera de las cosas que se arguyen como razones absurdas para una separación. No. Simplemente le dejó caer sobre la mesa una prueba de paternidad en la que se demostraba que él no era el padre de su hijo. Y que ambos se irían a vivir con el auténtico papá. Como si la autenticidad la diera mucho más un espermatozoide que horas, días y años de amor, de insomnio, de entrega, de cuidados...

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El niño, como avisado por algún extraño ángel de los papás, salió en ese momento de su dormitorio, somnoliento y gimoteando, llamándolo papá como siempre, se abrazó a su cuello mientras le pedía que se fuera a la cama con él y le contara otro cuento. Y él supo que ella podría separarse de él, pero que jamás permitiría que nadie le arrebatase a su hijo porque si había algún padre de ese niño, ese era él.

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