Cuando llegaba el otoño, con la caída de las primeras hojas, todo eran presagios funestos. Antaño, la desnudez de las moreras, de los árboles frutales, ... se asociaba con la muerte, más que segura, de aquellos ancianos que, renqueantes, habían podido escapar indemnes del verano, que no habían terminado de curar su persistente tos u otras plagas propias de la edad. La caída de la hoja era un hecho temible y siempre se esperaba que sucediera lo peor. Los abuelos se retiraban a su rincón, cerraban los ojos, apretaban fuertemente el puño de su bastón, y esperaban serenamente, con resignación, la llegada de la Parca, a que la temida Dama apareciera, indicándoles el camino, como en la conocida película de Bergman. Así sucede en las deliciosas 'Coplas' de Jorge Manrique, cuando en la «su villa de Ocaña/vino la Muerte a llamar/ a su puerta».
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Otoño, y no la primavera, como todos pensamos ingenuamente, es la estación de las flores. O lo era. En la Huerta, ya a finales de septiembre, los bancales se teñían del color de los crisantemos, de los mocos de pavo, de los narcisos, gladiolos y rosas amarillas, que es color preferido de la muerte, de la tristeza, de la languidez y del olvido.
Don José Ballester –'san José Ballester', como le llamaban muchos de sus amigos por su mansedumbre, por su paciencia, por su carácter cordial y afable– fue el autor de la novela titulada 'Otoño en la ciudad'. Una obra que, a pesar de su lirismo mironiano, a pesar de la belleza de su prosa y de sus deslumbrantes imágenes, no tuvo suerte al ser publicada justo en el momento en el que se iniciaba la Guerra Civil en España. El otoño para Ballester, como para tantos otros poetas y escritores, era el tiempo de la meditación, de la retirada a los cuarteles de invierno tras un verano exuberante, rico y fecundo.
Unos años después, en 1969, Carlos Valcárcel, al que no hace tanto tiempo veíamos por las calles de Murcia, ataviado con su capa –siempre quiso que yo perteneciera a la llamada Asociación de Amigos de la Capa, pero le respondía que no contara conmigo para todo lo que tuviera que ver con 'capar', con el consiguiente jolgorio de ambos–, publicó su libro 'Ensayo para una teoría del otoño', quizá la mejor obra de cuantas escribió a lo largo de su fructífera y fecunda vida. Carlos, del que ahora se cumple el centenario de su nacimiento, fue una de las personas con las que más me he reído por sus muchas y variadas ocurrencias. En cierta ocasión, después de que diéramos cuenta, durante el aperitivo, de una buena botella de vino blanco, le advertí de la existencia de un par de manchas que adornaban su impecable chaqueta. «No son manchas, querido Belmonte –se apresuró a rectificarme–, sino condecoraciones». Era un hombre culto, inteligente, carismático, noble, leal, elegante y apuesto, que andaba, incluso ya de mayor, derecho como una vela, sin descuidar ni un punto el paso y sus maneras, desembarazándose del sombrero cuando la persona a la que saludaba así lo merecía. Todo un personaje.
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Su libro está dedicado a su mujer, «que todavía no es otoñal ni le gusta el otoño», y lleva al frente unos versos de Bécquer que le dan mayor relevancia, si cabe, a su obra: «¡Qué hermoso es, tras la lluvia,/ del triste otoño en la azulada tarde,/ de las húmedas flores/ el perfume aspirar hasta saciarse».
Carlos Valcárcel, al que tanto echamos de menos, con su fina y límpida prosa, nos ha legado una auténtica lección sobre la estación cansada y madura, sobre el parco y sosegado otoño que busca en el seno de la tierra la resurrección de la vida.
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