El novelista que llegó del frío
ALGO QUE DECIR ·
John Le Carré había nacido en un siglo de grandes guerras y de temibles posguerras que cristalizaron en dos mundos separadosMe gustó por la misma razón que me han gustado todos los escritores con los que he mantenido un idilio literario particular. En sus libros ... se profundizaba sin miedo en los abismos de la condición humana y el lector asistía a sorprendentes revelaciones metafísicas con la excusa de ciertas aventuras protagonizadas por espías, topos y agentes dobles. La excusa de 'El Quijote' había sido la locura, la justicia y el regreso de la caballería andante, pero John Le Carré había nacido en un siglo de grandes guerras y de temibles posguerras que acabaron por cristalizar en dos grandes mundos separados por un muro y por la obligación del silencio.
Me topé de repente con un personaje fascinante, George Smiley, y leí de un tirón casi todas sus grandes novelas en las que aquel oficial de inteligencia inglés protagonizaba argumentos complejos, arduos y sorprendentes, 'Llamada para el muerto', 'El espía que surgió del frío', 'El topo', 'El honorable colegial', 'La gente de Smiley', 'La casa Rusia', 'El peregrino secreto' o 'El legado de los espías', entre otros libros memorables.
Jamás lo consideré un escritor de género, porque sus libros, aunque perfectamente informados acerca de los asuntos de inteligencia y de política, sobre todo de aquel maremágnum de la guerra fría, no contaban un argumento al uso ni de un modo convencional, sino que apuntaban justo al hombre del siglo XX, a la víctima de unos años de avatares aciagos que cambió el modo de entender la vida y el arte, el ánimo y la personalidad de todos los habitantes del viejo continente. En las tramas del escritor británico sus criaturas parecen reptar antes que caminar por calles seguras, agazapadas y temerosas de un encuentro inesperado, y este fue el rasgo primordial que me atrajo de todos ellos, y en el centro de un universo tan aciago, la presencia serena, atormentada, valiente y oscura de un agente secreto cuya vida y cuyas contradicciones interiores interesaban al lector tanto o más que sus peripecias, tal vez porque Smiley era antes un símbolo que una criatura de ficción, un modelo humano que representaba a esos años violentos y atormentados que un personaje de novela.
Me fascinó, al cabo, del autor y de su protagonista un enigma recóndito y desasosegante, su inusual sufrimiento, justo el rasgo que lo humanizaba y, al tiempo lo convertía en un héroe sombrío, fascinador y de una gelidez inaudita, una criatura que se movía siempre en el borde del abismo como por una cuerda floja, no porque se jugara la vida, que también, sino porque se jugaba el futuro de todo un continente y la confirmación de una humanidad que sus lectores buscaban de un modo desesperado.
Él mismo, por utilizar las palabras de Delibes, era el personaje, el paisaje y la pasión que cualquier novelista de calidad busca en sus horas de ficción secreta mientras pergeña un mundo paralelo al que vivimos todos cada día, porque no otra cosa busca un buen lector en un escritor de altura si no es el misterio, la sorpresa cotidiana de lo humano, la alternativa a las horas tediosas de su propia existencia. Aunque no lo pareciera, por una llamativa y buscada frialdad, por un excesivo control y por un estilo terso y preciso de cirujano de la palabra, John Le Carré inundaba sus fábulas de un calor humano insólito, de una tensión y de una intriga que mantenían en suspenso absoluto durante toda la novela a sus lectores. No eran, desde luego, novelas de una fácil lectura o de un entendimiento inmediato como no lo han sido nunca los grandes títulos del arte de la palabra.
Aunque se ha ido, yo no lo buscaría ni en el cielo ni en el infierno, porque me temo que habrá regresado a sus libros para cerrar definitivamente alguno de sus intrincados y apasionantes enredos novelescos.
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