Murciano universal
Saavedra Fajardo defendió que el poder del Rey no era absoluto, sino que estaba limitado por el común acuerdo de sus súbditos, a los que debía servir con sus decisiones
Hace unos días se presentó en el Casino el libro 'Región de Murcia Universal', en el que la Consejería de Presidencia incluye perfiles de murcianos ... que contribuyen a proyectar globalmente a la región. Además del agradecimiento por, inmerecidamente, encontrarme entre los seleccionados, sentí la necesidad de poner en perspectiva la presencia activa de paisanos en el mundo. Hemos de subrayar que han sido muchos, no siempre bien tratados, los murcianos que con su labor y ejemplaridad han contribuido a dar lustre a nuestra región y a forjar nuestra conciencia colectiva, a darnos personalidad y, también, a que nos sintamos aún más orgullosos de ser lo que somos.
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Dándole una vuelta a la idea de destacar a algunos, el primero que se me vino a la cabeza, quizás por la influencia que con su vida y obra imprimió en mi profesión, fue Saavedra Fajardo. He leído hace unos días, además, la erudita biografía de María Victoria López-Cordón, lo que también ha debido influir en que lo tuviera presente de inmediato, claro. Quiero aquí hacer un breve excurso a propósito de la edición de ese libro: ha sido la Fundación Juan March, en el marco de una serie de biografías sobre españoles ilustres, la que lo ha publicado. Su director, Javier Gomá, de quien ustedes me han leído ya elogiosos pasajes, está haciendo un esfuerzo por sustanciar una tarea digna de más elogios y que consiste en seleccionar españoles que ameriten ser elevados a la categoría de ejemplo para nuestra sociedad, buscar un experto en su vida y milagros y convencerle de que se ponga a trabajar para escribir una biografía de altura para el gozo del común. Nos quitamos el sombrero.
Volviendo a nuestro paisano, no es frecuente que monsieur Tout-le-Monde (o sea, uno cualquiera, dicho fino y en francés) sepa exactamente por qué aún guardamos recuerdo de Saavedra. Probablemente tampoco del conde de Floridablanca o, andando atrás en el tiempo, de Ibn Arabi. Tengo la esperanza de que usted, querido lector, que gusta de distinguirse y cultivarse con LA VERDAD, tenga una idea clara. En cualquier caso, no está de más que recordemos a este egregio escritor y diplomático que vivió entre los siglos XVI y XVII y que sin duda merece toda nuestra atención.
Creyó en un modelo de gobernanza prudente que ha de subordinar la política a la ética
Fue nuestro Licenciado Cascales –otro al que pocos sabrían situar en el tiempo, menos aún identificar su obra– el que le enseñó latín y le introdujo en el sistema de ideas de Tácito, que habría de tener enorme importancia en la teoría política de los S XVII y XVIII. Desde Algezares, pasando por Salamanca, salió don Diego mundo adelante camino de Roma para servir al Rey y a España ante los Estados Pontificios, muy jovencico, en donde pasó más de veinte años. Nótese que el Santo Padre –Saavedra trató directamente con tres– era soberano de buena parte de lo que es hoy Italia, además de ser sumo pontífice de la catolicidad, en la que la Corona estaba enmarcada. Ninguna broma. Terminó su carrera profesional sirviendo a SM Felipe IV ante el Sacro Imperio, residiendo en Baviera y dividiendo su actividad entre Ratisbona, Viena y Münster, entrada la década de 1640 durante la guerra de los 30 años. A lo largo de ese período desempeñó cada vez mayores responsabilidades y representó y protegió los intereses de la Corona, dejando un rastro de hombre cabal, íntegro y sensato.
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Dos son las dimensiones del Saavedra que conocemos. La primera, un hombre de acción, que asistió a un sinfín de negociaciones viajando a lomos de su caballo por toda Europa y no descansó en 40 años. La segunda, la del jurista que no dejó de escribir y desarrolló un corpus de teoría del Estado que llega a nuestros días manteniendo intacto su valor. Él creyó y defendió que el poder del Rey no era absoluto, sino que estaba limitado por el común acuerdo de sus súbditos, a los que debía servir con sus decisiones. Esto, tan evidente en la actualidad, no fue fácil de decir en el XVII, imagínense. Además, mantuvo que el Estado necesitaba un andamiaje permanente que dotara de operatividad a las instrucciones del Rey y sus Consejos, esto es, una burocracia profesional que se preocupara de hacer posible la mejora de la Corona. Creyó, asimismo, en un modelo de gobernanza prudente que ha de subordinar la política a la ética, que ponga la razón de Estado siempre por detrás del bien del Reino, condenando la manipulación y la mentira. ¡Toma nísperos! que diría el añorado Campmany, pues seguimos a vueltas con lo mismo desde el siglo XVII.
Y con semejante personaje, es realmente triste que en la Universidad de Murcia no haya una Cátedra con su nombre, que no se lea ni se escriba sobre su obra, ni se proclame su excelencia. Pero nunca es tarde, ¿no?
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